A finales del siglo XIX, las mujeres se convirtieron en las usuarias más entusiastas de las nuevas bicicletas con pedales.
"Antes
pensaba que lo peor que podía hacer una mujer era fumar, pero he
cambiado de idea. Lo peor que he visto en mi vida es una mujer
montando en bicicleta". Así se manifestaba el
25 de julio de 1891 la corresponsal del Chicago Tribune en una
pequeña columna en la que afirmaba que podría hacerle la vida
imposible a su futura nuera si ésta demostraba la más mínima
inclinación por el ciclismo; las pioneras de la bicicleta estaban
empezando a causar una impresión abrumadora.
El
camino de la bicicleta había sido largo. Los primeros modelos, desde
1817, consistían en una mera barra que unía dos ruedas. Alrededor
de 1870 se le añadieron pedales, lo que aparte de permitir avanzar
montado también aumentaba las posibilidades de salir indemne de la
aventura. Estos "velocípedos", con la
rueda delantera más grande que la trasera, fueron sustituidos por
bicicletas con ruedas de igual tamaño y cadenas que transmitían la
energía del pedal a la rueda trasera. Mucho más seguras, las
bicicletas de principios de la Belle Époque empezaron a venderse a
precios exorbitantes a aquellos que podían permitírselo.
Las
mujeres de clase alta fueron atreviéndose a montar en este nuevo
invento, que ponía a su
alcance la posibilidad de desplazarse con libertad y rapidez en un
mundo que las condenaba al enclaustramiento en la vivienda familiar.
Estas pioneras atraían todas las miradas, lo que ya de por sí era
malo. Los manuales de comportamiento de la época dejaban muy claro
que lo último que debía hacer una dama en la calle era llamar la
atención de los viandantes. Andar deprisa era un signo de mala
educación, lo mismo que hablar alto o mover los brazos lejos del
cuerpo.
Rompiendo esquemas
La
mujer que montaba en bicicleta rompía las reglas establecidas sobre
el comportamiento femenino y se convertía en una persona de dudosa
moral. Un gran escándalo acompañó a las primeras ciclistas. A
la londinense Emma Eades la recibían a pedradas; a otras muchas las
insultaban y agredían.
Por si fuera poco, los médicos de la época opinaban que el ciclismo
era una actividad perjudicial para el organismo femenino, considerado
más débil que el masculino. Montar en bicicleta, creían, podía
causar esterilidad y trastornos nerviosos.
Pero
estas pioneras no sólo se enfrentaron a los cimentados prejuicios de
la época. Tuvieron
delante un obstáculo aún mayor: la vestimenta femenina, compuesta
por pesados vestidos (la ropa interior pesaba unos seis kilos)
y apretados corsés con los que hacer el más mínimo ejercicio sin
desmayarse era un prodigio.
Al
rescate de las ciclistas vinieron los bloomers,
unos pantalones muy anchos.
Pero cuando algunas mujeres se atrevieron a vestirlos, el escándalo
fue mayúsculo. Los sacerdotes dedicaron sermones a resaltar lo
pecaminoso del asunto; a las profesoras francesas se les prohibió
acudir con ellos a la escuela y a la aristócrata Lady Haberton se le
impidió entrar, por llevar bloomers, en una cafetería donde
pretendía beber algo antes de montar de nuevo en su bicicleta. La
batalla por los pantalones estaba perdida, pero mientras tanto se
había avanzado un largo trecho en la emancipación femenina.
La popularización de la bicicleta
Poco
a poco, la imagen de la mujer en bicicleta fue dejando de ser
extraña. Cada vez más baratas, las bicicletas se popularizaron.
Surgieron multitud de clubes femeninos que ofrecían la oportunidad
de viajar en compañía y evitar así el acoso callejero. Ejemplos
como la vuelta al mundo en bicicleta de Annie Londonderry en 1895
cautivaron la imaginación de muchos
y demostraron que las mujeres eran capaces de las mismas hazañas que
los hombres. Mientras, la publicidad presentó el ciclismo como una
actividad respetable. Ahora los médicos recomendaban montar en
bicicleta, y los periodistas veían en la ciclista a la "nueva
mujer". El género femenino conquistaba un nuevo terreno que
antes le había estado vedado.
De
hecho, el
fenómeno se había vuelto tan popular que, a finales de la Belle
Époque, una mujer soltera se quejaba de que ya no se podía ligar
sin montar en bicicleta.
Por mucho que ensanchara los horizontes de su género, a ella le
molestaban sobremanera las incomodidades de este deporte. Nunca ha
llovido a gusto de todos.
La osadía de ponerse pantalones
A
mediados del siglo XIX, Amelia Bloomer inventó unos pantalones
anchos de inspiración turca que eran prácticamente una falda
dividida en dos. Estos bloomers
fueron recibidos con el más absoluto rechazo. Algunas
mujeres
ciclistas (como la de la foto junto a estas líneas) decidieron
vestir estos pantalones para poder pedalear cómodamente,
pero las críticas, e incluso las agresiones físicas, impidieron que
el invento prosperara. Sólo algunas valientes insistieron en seguir
llevando bloomers
para montar en bicicleta: la mayoría continuaron haciéndolo con
vestidos o escondiendo los pantalones bajo la falda, para recogérsela
sólo a salvo de miradas indiscretas.
Anuncio de un fabricante de bicicletas belga
El
camino de la bicicleta había sido largo. Los primeros modelos, desde
1817, consistían en una mera barra que unía dos ruedas. Alrededor
de 1870 se le añadieron pedales, lo que aparte de permitir avanzar
montado también aumentaba las posibilidades de salir indemne de la
aventura.
Ciclistas en un parque de París, el bosque de Bolonia. Óleo por Jean Béraud. 1899.
Poco
a poco, la imagen de la mujer en bicicleta fue dejando de ser
extraña. Cada vez más baratas, las bicicletas se popularizaron.
Surgieron multitud de clubes femeninos que ofrecían la oportunidad
de viajar en compañía y evitar así el acoso callejero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario