Frente
a usos actuales y vulgares del término, el concepto de mito en el
mundo clásico estaba ligado a una explicación imaginativa del mundo
que usaba como vehículo de transmisión el relato y la imagen.
Una
de las palabras que cada día, cada hora, es maltratada hasta la
saciedad es, precisamente, la palabra mito, pervirtiendo su
significado, ofendiendo su propia historia. Y así, es
frecuente escuchar “eso es un mito” cuando, en realidad, se
quiere decir “eso es mentira” o “eso es un cuento”,
pretendiendo con ello hacer de la palabra mito un sinónimo de
mentira o, en el mejor de los casos, de cuento. Esta confusión, muy
generalizada, ha hecho que los mitos, asociados al mismo universo que
los cuentos, hayan perdido interés desde cualquier punto de vista
que no sea la pura fascinación que transmiten por sí mismos.
Pero
no solo se produce esta confusión. Muchas
veces se dice que un personaje (deportistas,
cantantes, actores, actrices...) es mítico simplemente porque es
famoso, no porque represente modelos positivos
(valentía, lealtad, inteligencia...) o negativos (maldad,
deslealtad, cobardía...) capaces de trascender épocas y modas.
Así
pues, si un mito es igual que un cuento, ¿qué valor ha de tener en
la investigación sobre los sucesos del pasado? ¿Qué crédito cabe
conceder a héroes
y dioses a
los que prestamos la misma credibilidad que a Caperucita Roja o al
Gato con Botas? ¿Cómo puede alguien en su sano juicio tomarse en
serio las hazañas de Heracles o las aventuras de Ulises?
De
este modo, el mito es rechazado como fuente de conocimiento
histórico, pues, una vez asimilado con el cuento, se le niega, igual
que a este, toda posibilidad de transmitir datos o hechos fidedignos.
Una explicación imaginativa
Pero,
si un mito no es un cuento, entonces ¿qué es? En mi opinión, un
mito (del griego µῦθος) no es otra cosa que toda intervención
de la imaginación ingenua para tratar de interpretar, primero,
hechos y sucesos de la experiencia y, después, explicarlos y
transmitirlos, en forma de cuentos o leyendas.
De
esta definición cabe deducir dos ideas fundamentales: la primera es
que un mito es un producto de la imaginación, no de la razón; la
segunda es que adopta la forma del cuento o la leyenda
solo
en su transmisión, no en su esencia. Un mito no es un cuento, aunque
parezca un cuento.
Los
mitos son siempre una explicación de algo, un intento de penetrar
con la imaginación en territorios en los que no se puede penetrar
con la razón. Los
mitos son una explicación, no la explicación, y en este sentido
persiguen el mismo objetivo que la ciencia
y
la religión: entender el mundo.
Esta
es la diferencia fundamental entre un mito y un cuento. El cuento
tiene, con el mito, el fin de inspirar alguna clase de asentimiento
imaginativo y a menudo intenta revelar o registrar una verdad o, al
menos, los flecos de una verdad. Sin embargo, aspira, sobre todo, a
entretener y, por lo tanto, no explica nada (un suceso histórico o
un fenómeno natural) ni necesita, consecuentemente, tomar en cuenta
las nociones que puedan tener de la realidad quienes lo escuchan o
leen. Los cuentos no pretenden explicar el mundo, ninguno de sus
aspectos, ni sus destinatarios esperan que lo hagan. Los mitos, en
cambio, pretenden siempre una explicación. Una explicación
imaginativa, pero una explicación, al cabo.
En
mi opinión, el mito, es decir, el pensamiento imaginativo (no el
racional), ha probado su eficacia en el momento clave de la historia
de Occidente: aquel en el que unos recién llegados –a los que
Homero llamó aqueos y la historiografía moderna micénicos–
impusieron para siempre su modelo de sociedad no solo a sus
contemporáneos, sino también a todos nosotros.
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