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MITOLOGÍA CLÁSICA: LA PRIMERA GENERACIÓN DE DIOSES


Del caos primigenio nacieron los primeros dioses griegos, que fueron haciéndose cada vez más humanos para satisfacer las necesidades existenciales de los antiguos helenos.
Gea, la Tierra, nacida directamente del Caos originario, dio a luz, sin la intervención de elemento masculino, a Urano (Cielo), a las Montañas y al Ponto, personificación del mar. Fue una generación sin padre, nacida directamente de la Madre Tierra, y tras ella el mundo, tal como lo conocemos, estaba ya creado.
El más importante de esta primera generación de hijos de la Tierra es, sin duda alguna, Urano, el Cielo, concebido como elemento fecundo y vigoroso, capaz de unirse con la tierra en un abrazo casi eterno. Esta imagen mítica es extraordinariamente evocadora, pues, desde el principio, capta la decisiva importancia que tienen el cielo y la tierra para la vida: del cielo nace y cae la lluvia, esa especie de semen que fecunda a la tierra posibilitando la vida tal como la conocemos.
Gea quedó preñada tras el interminable abrazo de Urano y, a su tiempo, parió en primer lugar a los Titanes y a las Titánides, sus hermanas. Después nacieron los Cíclopes, tres brutales gigantes de un solo ojo, que habrían de jugar un papel que fue muy importante en la batalla por el poder que se avecinaba. Por último, Gea parió a tres gigantes semihumanos, criaturas de cien brazos, llamadas por ello Hecatonquires.
Esta fue la primera generación de dioses propiamente dichos: divinidades con nombre propio, mucho más elaboradas que las anteriores, que no eran más que potencias elementales o simple personificación de algunos fenómenos naturales.
La generación de los Titanes representa la irrupción en el territorio de los cielos de verdaderos dioses que, como veremos, habrían de luchar muy pronto por su propia supervivencia.
Mas, desde un principio, Urano odió a sus hijos, y los mantenía ocultos en el seno de su madre Gea, impidiéndoles ver la luz del Sol. Enterrados en las profundidades de la Tierra, también sus hijos lo odiaban y lo temían.
Entonces Gea, a punto ya de reventar, tramó el plan que, en el futuro, habría de significar el punto de partida de un nuevo mundo. Forjó un metal resistente con el que fabricó una enorme hoz y, a escondidas, convocó a sus hijos y les propuso liberarse de su terrible padre.
Todos callaron, aterrorizados, excepto el más joven de los varones, el titán Crono, al que los romanos llamaron Saturno. Dotado de una mente rápida, se ofreció a su madre para llevar a cabo la peligrosa empresa. Tomó la hoz y se escondió.
Esperó a su padre hasta que este, caída la tarde, se acercó con la intención de gozar una vez más de su esposa. La abrazó por completo, la rodeó con su enorme cuerpo y, entonces, justo antes de sentir un dolor terrible y profundo, vio por un instante el destello de los ojos del más joven de sus hijos.
En un momento la hoz, blandida por Crono, segó de un tajo certero los enormes genitales de su padre. El joven titán los retuvo en sus manos un momento y, con un grito de victoria, los arrojó al mar. Y el alarido de Urano conmovió los cimientos del mundo.
Los órganos genitales de Urano cayeron sobre el mar y, como un pecio, fueron arrastrados hacia el este por el viento y las corrientes, sin dejar de expulsar hacia el exterior una blanca espuma.

Los últimos hijos de Urano

Cuando llegaron a Oriente, junto a la isla de Chipre, de la blanca espuma surgió una doncella de inigualable belleza, que llegaría a convertirse con el tiempo en la más hermosa (y famosa) de las diosas: Afrodita, llamada Venus en la tradición romana.
Entretanto, sucedieron más cosas: la sangre procedente de la castración de Urano fertilizó de nuevo la Tierra, empapada y revitalizada por este “maná divino”. De esta manera nacieron las poderosas Erinias –identificadas con las Furias–, los enormes Gigantes y las ninfas llamadas Melias, divinidades de los fresnos, que acto seguido se extendieron por la tierra ilimitada.
Urano, mutilado, fue encerrado en las profundidades del Tártaro, y Crono, su hijo más joven, se hizo con el poder en los cielos. Mas su alegría no habría de durar mucho.

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