El
ritmo de la vida de los cruzados en Palestina estaba marcado por la
religión. Compaginaban la defensa de los lugares sagrados con los
quehaceres de la sociedad cristiana.
La
Iglesia, a través de las Órdenes religiosas y los
obispos, supo condicionar
las nuevas formas de vida en Palestina y regular la vida cotidiana de
todos sus habitantes.
Tres
formas de vida surgieron en Oriente a raíz de las Cruzadas; las tres
en el mismo ámbito, pero con características bien distintas.
En
primer lugar, los caballeros
consagraban
su vida al ideal cruzado y a la defensa de los peregrinos. El Temple
y el Hospital fueron las dos instituciones principales. La vida
diaria de estos caballeros estaba sujeta a una regla rígida en la
que la disciplina era fundamental. Los caballeros templarios y
hospitalarios
renunciaron
a todo para servir en su Orden. Su
vida se regía desde el momento del ingreso por un horario y una
regla monacal,
que solo se alteraba en ocasiones excepcionales, cuando estallaba una
guerra o se libraba una batalla. Los
caballeros vivían en castillos y encomiendas bajo las órdenes de un
superior que aplicaba con rigidez las normas por las que se
organizaba la vida diaria.
Rezar, mantener siempre listo el equipo de combate y practicar
ejercicios era la monótona ocupación de estos monjes-soldados.
El
segundo grupo lo formaban todos aquellos que habían acudido a las
Cruzadas en busca de fortuna. Había nobles segundones que lograron
ascender en la escala social gracias a las tierras y los bienes
logrados en la guerra, pero también mercaderes que hicieron
sustanciosos negocios gracias al comercio,
como los mercaderes venecianos y genoveses que cobraban importantes
sumas de dinero a los peregrinos por llevarlos en sus barcos. Su día
a día apenas difería del de sus colegas en Europa, pero la
amenaza constante de una guerra con el Islam, siempre a punto de
estallar, pendía sobre sus cabezas.
¿Cómo era la vida de los peregrinos?
El
tercer grupo lo formaban los peregrinos. Los había de todo tipo y
condición: ricos y pobres, nobles y plebeyos, ancianos y jóvenes.
Ir
a la tierra de las Cruzadas como peregrino era muy peligroso.
Por ello se solía dictar testamento antes de iniciar el viaje. El
precio de la travesía resultaba elevado; solo los adinerados podían
permitirse pagarlo, mientras que los menos favorecidos trabajaban
para costearse el pasaje e incluso se alquilaban como mercenarios
para sufragar sus gastos. Si sorteaban a los bandidos, los piratas
y
las tempestades y conseguían llegar a Tierra Santa, buscaban la
protección de las Órdenes militares y se alojaban en sus
hospitales, encomiendas y fortalezas pagando algún dinero o
prestando servicios diversos. Llegar a Jerusalén
y
rezar ante el que se consideraba el lugar del sepulcro de Cristo
compensaba
los riesgos del peregrinaje. El viaje de vuelta a casa no era menos
peligroso: incluso poderosos reyes, como Ricardo Corazón de León,
quedaron cautivos durante mucho tiempo al ser apresados en el viaje
de regreso. Cobrar
rescates por la liberación de los peregrinos capturados se convirtió
en un pingüe negocio para muchos.
El
viaje era muy complicado, pues a
la amenaza de los musulmanes se unía la de los bandidos que
acechaban sus caravanas.
En ocasiones fueron los propios caballeros cristianos los que se
convirtieron en bandoleros, como hizo el templario Reinaldo de
Chatillon, que en la segunda mitad del siglo XII se dedicó al saqueo
de peregrinos cristianos y de mercaderes musulmanes, desatando la ira
del caudillo Saladino,
que reconquistó Jerusalén para el Islam
en
1187.
Como
en todas partes, la gran obsesión para la mayoría es la comida,
reducida a cereales, legumbres y hortalizas, salvo la de los
poderosos, que incluía pescado y carne. Judíos, musulmanes y
cristianos compartían mercados, salvo en el caso de las carnicerías,
en el que cada religión disponía de sus propios establecimientos.
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