Los
castillos proliferaron en Europa a partir del siglo IX tras la
descomposición del Imperio carolingio y la fragmentación del poder
político, como respuesta a la amenaza de las invasiones.
Los
distintos señores levantaron sus castillos, desde los que
controlaron y protegieron tierras y siervos, colisionando con otros
nobles vecinos o incluso con los mismos monarcas en su ambición por
dominar más territorios y recursos. Refugiarse tras los muros de un
castillo, con buenas defensas, hombres y reservas, podía desalentar
al enemigo y, con frecuencia, obligarlo
a replegarse derrotado, a pesar de ser mucho más numeroso.
Con
ello las guerras pasaban, casi siempre, por el intento de toma de las
fortalezas, lo
que suponía iniciar tareas de asedio
y, en respuesta, de defensa, en las que la astucia jugaba un papel
primordial.
Al
principio eran de madera; la
piedra fue incorporándose progresivamente
hasta que, a partir del siglo XI, ya eran todos de este material, lo
que los hacía más resistentes al fuego.
Solían
estar en lo alto de una colina dominando valles y caminos, y siempre
con una fuente de agua. Podían estar protegidos por zanjas o fosos,
con o sin agua.
Dentro
de la muralla (de 5 a 10 metros de alta) había una torre central
(torre del homenaje), residencia noble, y a sus pies estaban los
establos, los almacenes, las fraguas y las viviendas de sirvientes y
soldados (casi todos de madera), así como el imprescindible pozo.
Una gruesa puerta protegida por una doble empalizada, a la que podía
accederse mediante puente levadizo, era el único acceso al recinto.
Con
los años, y sobre todo tras las experiencias de las Cruzadas, los
castillos se fueron haciendo más grandes y sus defensas mejoraron.
Ante
el riesgo de un asedio se limpiaba y excavaba el foso, se
talaban árboles para impedir que sirviesen al enemigo como camuflaje
o madera
y se evacuaba a toda población cercana con sus bienes, tras destruir
sus infraestructuras.
Las
murallas se reforzaban con nuevos parapetos y salientes que ampliasen
los ángulos de tiro y la visión sobre sus bases, al
tiempo que se acumulaban en ellas taludes de tierra inclinada que
facilitasen el lanzamiento de objetos
desde la altura sobre los atacantes y sus máquinas (piedras,
líquidos y productos ardientes, flechas...) y dificultasen la
excavación de minas.
También
se reforzaba la puerta con rastrillos, muros y zanjas y se preparaban
las catapultas
defensivas, que debían tratar de destrozar la maquinaria de los
enemigos.
Asimismo
se preparaban para hacer incursiones
nocturnas por sorpresa,
con el fin de inutilizar las máquinas de guerra atacantes.
Intentar vencer por hambre
Los
asediadores, por su parte, trataban de lograr la rendición en un
primer momento por métodos disuasorios y poco costosos, fuese
prometiendo respetar vidas y bienes si se rendían los defensores o,
en caso contrario, amenazando con el exterminio, el soborno, el
ataque nocturno por sorpresa, el
apresamiento a traición de enviados enemigos en conversaciones de
paz, el envenenamiento de las aguas, etc.
Obviamente,
tenían
prisa por conquistar el castillo; no sólo por ahorrar costes, sino
para evitar la aparición de epidemias
–tan frecuentes en la época a causa del hacinamiento de la tropa–
o la llegada de ayuda para los asediados.
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