Todos conocemos a Juana I de España, más
comúnmente llamada Juana la Loca. Su historia constituye en la
actualidad casi una leyenda, debido en gran parte a esa supuesta locura
en que cayó, fruto de los incontrolables
celos hacia su marido, Felipe el Hermoso, archiduque de Austria. Tras
la muerte accidentada de él, se dice que su demencia aumentó, lo cual
provocó que su padre, Fernando II de Aragón, la recluyera cual
prisionera con su última hija en Tordesillas hasta su muerte en 1555,
durante 46 años.
La historia de Juana I es larga, complicada y
fascinante, aunque la construcción que hoy tenemos de ella, viene dada
por las recreaciones que se han realizado posteriormente de su vida y de
su enfermedad, sobre todo a lo largo del siglo XIX. Durante ese
período, en el panorama artístico nacional, la pintura de historia
alcanzaba su cénit gracias a reconstrucción de diversos episodios del
“glorioso” pasado nacional. A esta tendencia artística, se uniría
inequívocamente la influencia del romanticismo, movimiento que defendía
la superioridad del sentimiento sobre la razón, exaltando la
sensibilidad, la imaginación, las pasiones y la subjetividad.
El
hecho de tratar la historia de una mujer que no podía controlar sus
pasiones ante un amor no correspondido y que, además, estuvo obligada a
restar recluida durante largos años, hicieron de su figura un tema
especialmente atractivo para los artistas españoles del XIX. Nunca se ha
llegado a saber con certeza qué enfermedad contrajo realmente Juana I,
si era demencia, una profunda depresión, psicosis, melancolía o
esquizofrenia, aunque para los artistas y escritores románticos, el
germen de su enfermedad era el amor desenfadado.
Desde la
literatura, Manuel Tamayo y Baus escribiría un drama titulado Locura de
Amor (1855), en la que ya se reconstruía la vida y la creciente locura
de Juana I. La pintura fue el otro gran foco de representaciones,
gracias a obras de artistas como Emilio Serrano, Santiago Sevilla,
Lorenzo Vallés y, sobre todo, Francisco Pradilla y Ortiz. Este último
realizó dos grandes lienzos tratando la historia de doña Juana, uno
mientras portaba a lo largo de Castilla el féretro de su marido, del
cual no se separó ni un momento, Doña Juana la Loca (1877); y otro sobre
su reclusión en Tordesillas, Juana la Loca recluida en Tordesillas con
su hija la infanta Catalina (1907). El artista consigue captar a la
perfección el sentimiento de soledad de Juana, su desesperación, y su
abstracción total del mundo y de su entorno, ya que su pensamiento sigue
siendo en todo momento su amor apasionado por su marido.
Estas
obras además, tienen gran relevancia dentro de la iconografía
contemporánea, ya que se convertirán en símbolos sobre los que construir
la imagen que hoy tenemos de Juana la Loca. Hasta la actualidad, se han
realizado tres películas que hablan sobre su figura, y en ellas es
fácilmente reconocible la huella arrastrada de la leyenda romántica del
siglo XIX. Las obras pictóricas servirán incluso para construir algunos
planos de estas películas, como puede verse en la dirigida por Juan de
Orduña (1948), basada además en el texto de Tamayo y Baus. Hoy en día,
todavía no se sabe qué enfermedad contrajo Juana I, pero todos sabemos
que padecía Locura de amor.