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MARIE CURIE, UNA MUJER RADIANTE

Una familia pobre, un destino que pudo haber cambiado por un matrimonio, un talento que tuvo que luchar contra el machismo: la vida de Marie Curie (1867-1934) fue una sucesión de dificultades que le confirieron un carácter duro, más acostumbrado a las adversidades que a las alegrías, pero de esta forma también adquirió la fortaleza necesaria para acometer su inigualable sucesión de descubrimientos.

DEL MAGNETISMO A LA RADIACIÓN
Nacida en la Polonia ocupada por los rusos, su padre era un maestro con muchas dificultades económicas. Desde pequeña, Marie –entonces Maria– tuvo mucho interés por los estudios, pero el escaso dinero de la familia se dedicó a que su hermana mayor Bronislawa pudiera ir a la Sorbona a estudiar Medicina. Mientras, ella tuvo que emplearse como institutriz en la casa de una familia de abogados, donde se enamoró de Casimir, el hijo de estos. Querían casarse, pero a la familia le pareció poco aquella profesora particular y frenaron sus intenciones. El duro contratiempo sentimental acabaría por ser un golpe de suerte para la ciencia porque, al volver a su casa, Marie se encontró con que Bronislawa se iba a casar, por lo que dejaba de necesitar el dinero de la familia y éste podía dedicarse a que Marie fuese a estudiar a la Sorbona, lo que hizo a partir de 1891.

Era tan aplicada que, tras pasar un tiempo en casa de su hermana, prefirió trasladarse a vivir en solitario en una buhardilla para así poder concentrarse más. Y lo lograría: se licenció en Ciencias Físicas con el número uno de su promoción. Poco después conoció a Pierre Curie, un brillante científico de treinta y cinco años que dirigía el laboratorio de la Escuela de Física y Química Industrial de París. Enseguida sintieron una gran afinidad y una fuerte atracción mutua en el más amplio sentido de la palabra, pues ambos estaban estudiando por entonces los fenómenos del magnetismo. Se casaron en 1895 y su luna de miel consistió en un viaje por Francia en bicicleta.

Para doctorarse, Marie eligió el tema de la radiación espontánea del uranio, del que por entonces se sabía muy poco; únicamente, los primeros hallazgos de Henri Becquerel. Comenzó a trabajar con los minerales que emitían radiación y pronto descubrió junto a su marido que uno de ellos, el óxido de uranio, también llamado pecblenda, emitía radiaciones mucho más potentes que el propio uranio. De él consiguieron extraer dos elementos químicos desconocidos, a los que denominaron polonio y radio. Era un trabajo ímprobo, que Marie realizaba removiendo la pecblenda caliente con barras de hierro, sin protegerse en absoluto de la radiación emitida.

Los descubrimientos en torno a los fenómenos radiactivos sirvieron para que su marido y ella obtuvieran el Premio Nobel de Física en 1903, compartido con Becquerel. El dinero del premio, 70.000 francos, no lo dedicaron a llevar una vida más holgada, sino que lo emplearon en su totalidad en el laboratorio, de forma que tuvieron que continuar dando clases para ganarse la vida; en el caso de Marie, en un instituto a las afueras de París. Sólo cuando Pierre ganó una cátedra pudo contratar finalmente a su mujer como jefa de laboratorio.
PIONERA EN CASI TODO
Tres años después, en 1906, Pierre moriría en un desgraciado accidente, aplastado por un carro en plena calle. Ella, viuda con treinta y ocho años, siguió en solitario con las investigaciones de ambos y empezó a lograr reconocimientos, por ejemplo al ser la primera mujer en dar clases en la centenaria Sorbona –ese mismo año, en sustitución de su marido– o cuando logró ganar su cátedra en 1908.
EL SEGUNDO PREMIO NOBEL
En el plano científico, publicó tratados sobre la radioactividad y se dedicó a acumular mineral de radio, muy escaso. La radioterapia empezaba a ser vista como un sistema para curar el cáncer y eso popularizó las investigaciones de Marie, tanto que, en 1911, el jurado del Nobel quiso galardonarla en solitario por su descubrimiento del radio, lo que llevó a que se le concediera el Premio Nobel de Química.
Curie se convirtió en una figura inmensamente conocida. Aun así, no varió su aspecto, que era tremendamente severo: siempre vestida de negro, con gesto serio y sin concesiones a la coquetería, aunque en realidad se trataba de una persona de inmensa pasión que, como llegó a decir, estaba tan cautivada por la ciencia que renunció a enriquecerse con ella.

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