Freud es un ejemplo de que el peso de los sentimientos inclina una vez más la balanza, en la cuestión de si el conocimiento formulado de manera científica puede llevar a la humanidad a una conducta más racional.
En 1929, el mismo año en que se publicó el optimista manifiesto del Círculo de Viena, Sigmund Freud escribió y dio a conocer en esta misma ciudad un libro producto de sus años de madurez en el que ofrecía su respuesta sombría y pesimista a idénticas cuestiones.
Para el fundador del psicoanálisis, la función de la ciencia en nuestra cultura había sido una preocupación constante, y en 1911 aún había sido lo suficientemente optimista como para firmar el Aufruf (proclama) de la Sociedad de Filosofía Positivista.
Pero en aquel libro de finales de 1929, “El malestar de la cultura”, Freud encontraba que la ciencia, aunque se contaba entre las manifestaciones más visibles de la civilización, era como mucho una influencia benigna en una lucha titánica de la cual dependía el destino de nuestra cultura.
Esta lucha, afirmaba, se centraba en el —a menudo condenado al fracaso— esfuerzo humano por dominar «el instinto de agresión y autodestrucción». Freud afirmaba ver, y así lo explica en el último párrafo de su libro, que «los hombres han obtenido el control de las fuerzas de la naturaleza hasta tal extremo que, con ayuda de éstas, puede que no les resulte difícil exterminarse los unos a los otros hasta que no quede ninguno».
Así lo cuenta Gerald Holton en su ensayo “El lugar de la ciencia en nuestra cultura en el fin de la era moderna”.
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