El
canto gregoriano tiene tres características: era
monódico, es decir, tiene una sola voz;
además, se cantaba a
capella,
sin instrumentos ni acompañamiento. Y, por último, no estaba sujeto
a ningún compás.
Un
dato curioso es que durante doscientos años los monjes aprendían
este canto de oído, y pasaba de generación en generación. Pero en
el siglo IX aparece Guido
de Arezzo, que inventó un sistema de notación para que los monjes
pudieran leer y recordar estos cantos,
en muchos casos tan complicados.
Estas
partituras son los llamados cantorales, pueden pesar cuarenta o
cincuenta kilos y están llenos de pergaminos. Son tan grandes porque
se compartían entre los monjes y tenían que leerse a distancia.
Están
formados por tetragramas, de cuatro líneas, en lugar de los
pentagramas actuales.
También contienen los neumas, que son los padres de las actuales
negras, blancas y corcheas.
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