Por
este nombre se conocía a la manipulación electoral sistemática que
se produjo en España durante la restauración borbónica
(1875-1902).
En
1874, tras
un periodo de tiempo que no había llegado ni a los doce meses,
la Primera
República Española
terminaba y se abría el camino para el regreso de los Borbones al
trono de España. Sería en la persona de Alfonso
XII, hijo de la reina Isabel II,
en torno a quien se construiría todo un sistema político que
buscaba mostrar la apariencia de democracia cuando en realidad se
basaría en la alternancia de los dos principales partidos del país:
el liberal y el conservador.
Todas las técnicas empleadas para asegurar este turnismo en el poder
es lo que se conoce como “pucherazo”.
El
acuerdo al que ambos partidos, dirigidos por Cánovas
del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta,
llegaron para asegurar la estabilidad del régimen de la restauración
estipulaba que cuando un gobierno se desgastara, el rey llamaría a
la oposición para que formase un nuevo ejecutivo y convocara
elecciones,
en las que se
asegurarían de que el partido al que le tocase obtuviera la mayoría
suficiente como para gobernar sin problemas.
Este control electoral se realizaba gracias a la colaboración de
varias instituciones: el
ministro de la Gobernación, los gobernadores civiles, los alcaldes y
los caciques locales.
Era
responsabilidad del ministro de la Gobernación formar
las listas de políticos que debían salir elegidos, los llamados
“encasillados”,
y transmitirla a los gobiernos locales para que ejercieran presión
social, política y económica hasta asegurarse los resultados
deseados. Para esta misión se solía confiar en los caciques,
grandes
terratenientes locales que usaban se encargaban de ejercer esta
presión a cambio de favores y beneficios de los gobiernos.
A esto se le llamaba “caciquismo”.
“¡Lázaro,
levántate y vota!”
Pero
si todo esto no fuera suficiente y se viera peligrar el resultado
pactado, se
recurría entonces al pucherazo para, por medio de las tácticas más
absurdas que uno pueda imaginar en un proceso electoral, asegurar la
elección de los encasillados.
Más
allá de la compra de votos o la manipulación de actas,
el pucherazo incluía artimañas como inscribir temporalmente a gente
de otros municipios en el propio para que votase y luego
desapareciera o los llamados “lázaros”: trabajadores
públicos que, ataviados con ropas de civil, iban a las urnas y
votaban en nombre de personas que ya habían fallecido,
como si de un pasaje de la Biblia
se tratara.
El
político y periodista Valentín Almirall, en su libro ‘España
tal cual es’
de 1886, ya denunciaba lo ridículo de la situación: “La nuestra
es una farsa en toda su desnudez, una completa farsa, especial y
exclusiva de las elecciones españolas. (…) Se confeccionan las
listas de electores poniendo algunos nombres reales entre una serie
de nombres imaginarios y, sobre todo, nombres de difuntos que en el
acto de la votación están representados por empleados subalternos
vestidos con trajes civiles. El autor de estas líneas ha visto en
muchas ocasiones cómo su padre, a pesar de llevar muerto muchos
años, acudía a depositar su voto en la urna, en la persona de un
barrendero o de un sabueso de la policía vestido para tal ocasión
con un terno prestado”.
Esto
acabó por conocerse como “pucherazo” debido a que en
la época no se utilizaban urnas para hacer las votaciones, sino
pucheros.
Según la necesidad, se añadían o quitaban votos como si se tratase
de los ingredientes para hacer un estofado.
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