Lluvia
fina
de Luis Landero.
Esta
novela arranca con la iniciativa de una celebración familiar que en
lugar de ser un acontecimiento festivo es un campo minado en el que
afloran las discusiones, las peleas, las viejas rencillas sin
resolver. Seis días de conversaciones telefónicas, en las que los
protagonistas hacen cada vez más patente su desencuentro. Aurora, la
mujer de Gabriel, el más pequeño de los hermanos, ejerce de bisagra
entre todos los miembros de la familia y, al hacerlo, es la que
aguanta la carga emocional de toda la familia. Porque cada cual tiene
sus frustraciones y sus rencores. Esta es una novela coral, de
temática familiar, en la que las viejas rencillas van penetrando
como la lluvia fina, que no la notas y cuando te quieres dar cuenta
estás calado hasta los huesos. Es una obra oscura, desoladora,
amarga, que habla de una familia como no deberían ser nunca las
familias. A medida que avanzas en la lectura, ves cómo se avecina la
tormenta, pero no puedes evitar devorar páginas, esperando que, tras
la tempestad, tal vez llegue la calma. Una novela apasionante forjada
por pequeñas y dolorosas historias personales que se entrecruzan y
dan forma a la gran tragedia que se intuye desde la primera página.
Por
supuesto, la primera frase de un relato no es la primera que se ha
escrito, sino la que, en un momento revelador, el autor sabe que
anticipará su inevitable final. “Ahora ya sabe con certeza que los
relatos no son inocentes, no son del todo inocentes”: cuando esta
frase inicial nos captura a los lectores, todavía no sabemos que
Aurora —que es quien la piensa— será la víctima de haberlo
intuido. Y entenderemos enseguida que su estatuto narrativo no
solamente consiste en ser receptora de discursos ajenos. Porque la
arrastrará ese torrente de palabras que hierven en la inmensa olla
de la convivencia familiar. Como las familias de Tolstói, todas las
que habitan las novelas de Landero se parecen, unas involuntariamente
cómicas, otras más trágicas (como las de Hoy, Júpiter y
Absolución, dos grandísimos relatos), porque en todas se
esconde un mismo sistema de rencores, de delirios egoístas, de
ejercicios de poder o esclavitudes que se disfrazan de resignación.
Y el mismo aroma sofocante de una clase media baja que trabaja sin
lograr salir de la penuria: lo reflejan aquí los arbitrios de la
madre viuda que invierte sus ahorros en montar una pequeña mercería,
mientras prosigue con su trabajo habitual de practicante a domicilio.
Todo esto a costa de la frustración de sus hijas y en 1982 —se
consigna con ironía—, cuando “en España podía oírse latir al
joven y poderoso corazón de la historia”.
Hay
dos términos de técnica musical que vienen a la cabeza al leer la
subyugante prosa de Luis Landero, tañedor de guitarra, en Lluvia
fina. Una es el signo de notación musical que avisa al
ejecutante del legato, el ligado de las notas, que le obliga
a una dicción persuasiva, continuada y armoniosa. La otra tiene que
ver con la composición, el ostinato: el énfasis en un
acorde que se ha de repetir a lo largo de una melodía, como si fuera
un nuncio del destino o, quizá mejor, un recuerdo ominoso de que se
cumplirá. Este es un libro admirablemente escrito y de sugestión
profundamente musical, porque la música es expresión de la
fatalidad y porque surgió de la voz humana y del encuentro de las
voces. Nos hallamos ante un texto casi siempre dialogal, pero en una
variante poco frecuente: los diálogos que engarzan las confesiones
no son autónomos, sino subrogados, contados a un interlocutor que a
su vez los narra a otro, que quisiera ser imparcial y comprensivo. Su
bondad natural, su cariño por su marido, han hecho de Aurora —uno
de los personajes femeninos más hermosos de la narrativa de Landero—
el árbitro involuntario de la catástrofe familiar: un padre —que
solo vive en los recuerdos— que fue cariñoso, imaginativo y un
poco infantil; una madre que —por contraste— es autoritaria,
empecinada y frecuentemente cruel; una hermana —Andrea— que está
enloquecida por la envidia y la frustración; otra —Sonia— que,
pese a las mismas carencias, conserva un mínimo espíritu de
sobrevivencia, y otro hermano, Gabriel, que es infantiloide y
egoísta, pero cariñoso y persuasivo, que es el marido de la
paciente Aurora. Y es que —como sabemos al final en palabras de
Andrea— “la gente es estúpida y ninguna estupidez es ingenua”.
Pero
por dentro de la lluvia fina circula una espiral infernal de secretos
que ha levantado la idea de celebrar con un almuerzo el 80º
cumpleaños de la madre. Y todo empieza a ser peor de lo que ya
parecía, porque Gabriel es más que un hombre trivial y egoísta y
porque Horacio, que estuvo casado con Sonia, es un ser degenerado y
maligno. Y Aurora ya no puede “contar, sonreír, explicar,
escuchar” tanta miseria como le espera en los últimos mensajes
telefónicos que recibe. El acorde final de Landero —en la noche,
bajo la lluvia…— cierra espléndidamente la novela.
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