Su
obra –sinfónica, de cámara y para piano–, basada en el tiempo,
la densidad y la tensión, tardó en acceder a los circuitos
internacionales en los que luego sería extraordinariamente
considerada. Comparada
a una isla de independencia que se erigiera en el mar a la vez
cambiante y uniforme de la cultura de nuestro tiempo, atravesada por
dogmas también estéticos, cedió
en algún momento a las necesidades de la supervivencia en la Unión
Soviética, pero su música se erige como un monumento a la
independencia y a la libertad del artista.
Una
de las voces más personales del siglo XX. Estaba en contra de la
distinción entre la música escrita por hombres y la hecha por
mujeres, pues consideraba que los sonidos se explicaban por sí
solos. Era
la mujer compositora más reconocida del panorama mundial y, en buena
medida, la conciencia de un periodo en el que al creador se le
perseguía en nombre de los dictados de un arte que, supuestamente,
debía estar dirigido al pueblo y ser fácilmente comprendido por él.
Y si no era así, sólo le esperaba el silencio.
Representaba
algo inherente a la gran cultura rusa, y era su pertenencia al
espíritu de San Petersburgo, la ciudad que le vio nacer y morir,
donde se formó y en la que sufrió las calamidades de la guerra y de
los años más duros del estalinismo. Se
sabía heredera de Dostoyevski, de Pushkin, de André Biely, de los
que se habían uncido a la gloria y la miseria de una de las urbes
más bellas del mundo, la que se rebeló contra los zares y
la que resistió al nazismo.
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