Esta frase, empleada cuando alguien revela secretos en voz alta o para aconsejar prudencia y discreción a la hora de hacer comentarios, nació, al parecer, en Francia durante la persecución de los hugonotes que culminaría con la terrible matanza en la Noche de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572 en París.
Según los cronistas, la reina Catalina de Médici, movida por la desconfianza, hizo instalar secretamente una vasta red de conductos acústicos en las paredes de palacio que permitieran oír lo que se hablaba en las distintas estancias, y así poder averiguar quiénes conspiraban contra ella o urdían conjuras que hicieran peligrar los intereses reales.
Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, en cuanto se descubrió el ardid, entre los miembros de la corte y la servidumbre corrió la voz de que las paredes tenían oídos. Y de este modo, con el tiempo, la expresión pasó a convertirse en proverbio.
Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, en cuanto se descubrió el ardid, entre los miembros de la corte y la servidumbre corrió la voz de que las paredes tenían oídos. Y de este modo, con el tiempo, la expresión pasó a convertirse en proverbio.
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