La
agitada vida de Marguerite Duras rivaliza y se combina con su obra
hasta el punto de ser ambas difícilmente comprensibles por separado.
Nada
más absurdo que intentar separar vida y ficción en Duras, que nació
en Indochina y sitúa varias novelas en Saigón, Un
dique contra el pacífico,
libro sobre esa madre obsesiva, pobre y decidida a luchar contra el
mar de China, poniendo barreras para impedir su paso. Esa madre que
aparece también en El
amante
como figura central, la que representaba para la autora "el
sufrimiento, el amor, la ley y el dolor", sentimientos abismales
donde la identidad se destruye y se atreve a mirar el vacío. Todos
son de alguna forma libros fundamentales, de ese avance hacia la lo
que se llama escritura, equilibrio absoluto entre el cuerpo y la
cabeza, entre el movimiento del mundo y el interior, como ese
instante en que alguien se suicida en el barco de Saigón y la joven
Duras comprende que ha amado al hombre chino.
También
reconoció en el cine, con Hiroshima
mi amor
o India
Song,
otras formas de poner en escena piezas que alimentarían su
temperamento de autora, Los
viaductos de Seine-et-Oise,
Savannah
Bay,
espacios inmensos, concretos, que se unen a otras tantas novelas
importantes, El
arrebato de Lol. V Stein,
Le
navire night,
El
dolor,
La
impudicia.
Diría que todos sus textos son partituras de una música mayor, de
una música interior que se puso a sonar desde sus primeros libros
casi enloquecida, con ganas de salir de aquella minúscula persona
que era Marguerite Duras, nacida Marguerite Donadieu en el año de la
I Guerra Mundial, la mujer que hablará de su madre, de sus hermanos,
de sus amantes con ese tono sin moral, directo, personal. Sobre todo,
desde el "rostro del goce" y en el terreno de la
transgresión para un reordenamiento del mundo, de una mujer libre,
al fin de cuentas.
Había
integrado el silencio a la escritura. Un silencio prolongado,
imposible de imaginar en plena época de fascinación por la
velocidad, el silencio del barco pasando por el río Mékong, por
ejemplo. Ese espacio inmenso de Indochina, y también ese espacio
inmenso de París, Duras los llenaba con la fuerza de su lenguaje,
lleno de picos y de vértigos; en sus personajes, ni una sombra de
desidia, ni de aburrimiento. El ritmo de su frase nunca revistió
novelas, nunca contó una historia como "debía contarse",
ella las ocupó como en una guerra, configurando un mapa, una
cartografía. No es describiendo que ella logra moldear un mundo, es
hurgando en el interior, raspando esa materia viva de su lenguaje
cargado de memoria, incluso en Moderato
cantabile
y El
vicecónsul
esa temeridad para enfrentar a la memoria no decaerá.
Aunque
formase parte de una generación que ha marcado su tiempo, un poco
menor que Nathalie Sarraute, otro hito de la literatura francesa, y
contemporánea de Claude Simon (premio Nobel 1985), ella navega sola,
se aleja, no se deja enlatar en el noveau
roman,
tampoco lo harán Simon ni Samuel Beckett. El cordón umbilical se
había roto solo, cuando ella decide que tendrá que pelearse con la
sintaxis para oír su propia música y el público se sorprende, muy
pronto, la adora, no quiere salir de ese universo exótico, tan
vasto, tan impúdico, tan literalmente expuesto. Con Berbard Pivot
ella reconocía no sentir ninguna "vergüenza de haber sido esa
adolescente ávida de dinero", de "deseo sexual por el
amante chino", en una clara coherencia con sus personajes, con
el deseo y esa moral del deseo que no conoce límites.
¿Pasado
neocolonial, nostalgia de una Francia que se fue? Tal
vez ese paisaje tan cargado de experiencias concretas, su capacidad
para recrear sensaciones en medio de espacios inmensos, sea una de
sus influencias de la novela americana, su realismo, a pesar de todo.
Lo cierto es que sus libros han ido a contracorriente, se han
mantenido fieles a su autora y han trazado una línea clarísima, una
intensa vida de escritora en medio de lugares completamente
distintos, ya sea el París de la II Guerra Mundial, Hiroshima, o la
Indochina de su infancia, esos mundos están ahí, girando a su
propio ritmo, lento, sin seguir el frenesí vacuo de nuestra época.
Hiroshima, o la Indochina de su infancia, esos mundos están ahí,
girando a su propio ritmo, lento, sin seguir el frenesí vacuo de
nuestra época.
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