Aunque
no era ateo, Voltaire no creía en la intervención divina en los
asuntos humanos y ridiculizó con ironía las interpretaciones
religiosas de la Historia.
En
1756 publicó el “Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las
naciones”, su obra más ambiciosa, en la que echaba abajo la
historiografía judeo-cristiana. Su
filosofía práctica prescindía de Dios,
aunque no era ateo. Creía en un sentimiento universal e innato de la
justicia, que tenía que reflejarse en las leyes de todas las
sociedades. Voltaire pensaba que la vida en común exige un pacto
social para preservar el interés de cada persona. La tarea del ser
humano es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición
mediante el disfrute del arte, la ciencia y la técnica.
La
inocencia de Dios. El pensador francés no cree en la intervención
divina en los asuntos humanos y denuncia el providencialismo en su
novela Cándido, en la que caricaturiza
las ideas utópicas de Leibniz,
sobre todo su percepción de que el mundo real es el mejor de los
posibles. Voltaire rechaza el concepto de Leibniz sobre la inocencia
de Dios ante un mundo imperfecto en el que prospera la maldad, la
crueldad y la pobreza. El mal, pensaba Leibniz, es una carencia
arbitraria o accidental del bien, otra idea que Voltaire vapuleó en
Cándido. El
filósofo francés era un maestro de la ironía.
La utilizó para defenderse de sus enemigos. Si arremetió con dureza
contra Leibniz, no lo hizo con menos vehemencia contra Rousseau,
al que acusó de sensiblero e hipócrita.
Contra
la intolerancia. Influido por el pensador británico John Locke,
Voltaire
desarrolla su ideal positivo y utilitario.
Subraya que el pacto social no suprime los derechos naturales del
individuo y que aprendemos de la experiencia. Todo lo que la supera
es sólo hipótesis. Su
obra es un combate contra el fanatismo y la intolerancia.
Ridiculizó las interpretaciones religiosas de la historia,
lo que contribuyó a despertar todavía más la antipatía que
sentían por él los católicos. Su colaboración en la Enciclopedia
fue la gota de agua que colmó el vaso de la paciencia de los
creyentes, que le
acusaron de blasfemo y ateo,
e hicieron todo lo posible para que fuera encarcelado.
El
mal de la discordia. Voltaire pensaba que la historia de la humanidad
se caracteriza por la lucha entre civilización y barbarie. A esta
última pertenece la superstición
y la tiranía; y a la civilización, la libertad, la concordia y la
tolerancia. Creía que la discordia es el gran mal del género humano
y la tolerancia, su único remedio. Entre
los ilustrados franceses, Voltaire era el más escéptico,
pues estaba a favor de un mundo justo y libre, pero no se hacía
muchas ilusiones sobre la condición humana.
Admiradores
reales. Aunque fue atacado y perseguido, contó con muchos
admiradores, entre ellos, el rey Federico II de Prusia, en cuya corte
vivió, llegando a hospedarse en el palacio de Sanssouci, en Potsdam,
la ciudad real cercana a Berlín. Pero su ironía y finísimo sentido
del humor debió herir al monarca germano, quele
expulsó de Alemania tiempo
después. Voltaire se refugió en Suiza, pero su afilada ironía y
sus costumbres libertinas escandalizaron a los calvinistas.
El filósofo que nadaba en la abundancia
François
Marie Arouet, más conocido como Voltaire, nació en París
en 1694 en una familia de la nobleza. Estudió con los jesuitas y muy
joven obtuvo
el cargo de Secretario de la Embajada francesa en La Haya,
trabajo del que fue apartado tras una escandalosa relación con una
refugiada compatriota.
En
aquella época escribió una sátira contra el Duque de Orleans, por
lo que fue encarcelado en la Bastilla. Tras otra visita a presidio,
Voltaire
fue desterrado a Gran
Bretaña,
donde recibió la influencia de Isaac Newton y de John Locke. El
monarca prusiano Federico II fue uno de sus mecenas, aunque más
tarde le repudió. Durante años vivió fuera de Francia, aunque eso
no le impidió ser uno de los rentistas más acaudalados del país.
Voltaire
amasó una enorme cantidad de dinero gracias a su patrimonio
familiar, a sus obras literarias y a los mecenazgos de distintas
cortes europeas.
En 1778, el pensador volvió a París, donde fue recibido por la
población con fervor. Murió octogenario el 30 de mayo de ese mismo
año.
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