Director
de cine español, que tras el exilio de la Guerra Civil
Española se nacionalizó mexicano. A pesar de los hitos
cinematográficos logrados en su país natal con Viridiana
(1961) y Tristana (1970), la gran mayoría de su obra fue
realizada o coproducida en México y Francia, debido a sus
convicciones políticas y a las dificultades impuestas por la censura
franquista para filmar en España. Es considerado uno de los más
importantes y originales directores de la historia del cine.
Nunca
se apeó de sí mismo. Luis Buñuel, muerto hoy hace 33 años,
ejerció a lo largo de toda su vida el fascinante don de ser Luis
Buñuel. No fue una tarea fácil. Nacido en 1900 en Calanda (Teruel),
el abrupto siglo XX marcó su biografía.
Para lo bueno y para lo malo. Vivió las mieles del surrealismo en el
efervescente París de los años veinte, gozó de la amistad de
Federico García Lorca y Salvador Dalí, soliviantó a burgueses,
católicos y fascistas con sus tremendos puñetazos visuales, pero
también bebió las aguas amargas del exilio y la derrota. Fue
censurado, perseguido y atacado. Y no sólo en la Europa en llamas de
los años treinta y cuarenta.
Pocos
recuerdan que cuando recaló en Estados Unidos, acabada la Guerra
Civil española, tuvo que renunciar a su puesto de colaborador del
Museo de Arte Moderno de Nueva York por las sospechas que despertaban
su abierto ateísmo y sus ideas de izquierdas. Tampoco, pese a sus
peticiones, se le concedió la nacionalidad estadounidense. En el
extraño péndulo que es la vida, quizá esa fuera una suerte para la
historia del cine. Este rechazo y los problemas económicos derivaron
sus pasos hasta México. La tierra de promisión de los exiliados
republicanos.
Ahí
vivió su obra una segunda edad de oro.
Aunque hubo películas absolutamente menores, en 1950 filmó Los
olvidados,
un feroz retrato de la marginación mexicana. La película, con
música del también exiliado Rodolfo Halffter, entroncaba con su
documental Las
Hurdes, tierra sin pan,
estrenado en España en 1933, y logró un efecto similar: puso a una
sociedad ensimismada frente al espejo de sus miserias.
La
historia de Jaibo y Pedro, su abismal negrura y, ante todo, la
ruptura con las narrativas almibaradas de Hollywood, hicieron de Los
olvidados
una obra maestra cuyos ecos aún perduran en estos tiempos de
sicarios y decapitaciones.
Ganador
del premio al mejor director en el Festival de Cannes, Buñuel
recuperó con este filme un brillo internacional que ya jamás
perdería. Viridiana
(Palma de Oro, 1961), El
ángel exterminador
(1962), Belle
de jour
(León de Oro, 1967) y El
discreto encanto de la burguesía
(Oscar a la mejor película extranjera en 1972) no hicieron sino
confirmar
su puesto en el cielo de los grandes creadores.
Pero
más allá de los galardones, el verdadero éxito en vida de Buñuel
fue precisamente ser Buñuel. De algún modo, nunca abandonó a ese
joven surrealista, fascinado por André Breton, que había dado luz a
alucinaciones tan demoledoras como El
perro andaluz
o La
edad de oro.
En la ensordecedora brutalidad del siglo XX, el cineasta de Calanda
hizo sonar siempre que pudo el tambor de su voluntad. Ya fuese en
México, España o Francia.
Quienes
le recuerdan de su etapa mexicana, como el director Arturo Ripstein,
hablan de un ser hosco, pero dotado de un humor vitriólico. Un
hombre desolado y rugiente que se nutría de la devastación de su
experiencia para crear arte. “Estaba muy solo, nadie se le
acercaba. Daba miedo porque era Buñuel. El genio asusta. Y la
profesión no le quería, porque no había posibilidades de
comparación”, rememora Ripstein.
La
felicidad a granel posiblemente le fue esquiva, pero la cambió por
la carcajada irreverente. Ateo total se reía de los falsos ídolos.
De Dios y también del totemismo político. Y de creer, sólo creía,
como cualquier surrealista, en el azar. “Si fuéramos capaces de
volver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de
nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante
semejante a la inocencia”, dejó escrito en su autobiografía Mi
último suspiro.
El
29 de julio de 1983, Luis Buñuel falleció en la Ciudad de México.
Lo que queda de él es mucho más que una obra. Es una historia
tallada en la honestidad. Hoy, como cualquier otro, es un buen día
para recordarlo.
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