Se
aplica a las pendencias en donde todos gritan y ninguno se entiende,
y a las tremolinas y reyertas muy grandes y ruidosas.
Según
la mayoría, esta expresión proviene de las controversias que se
armaron en el ecuménico Concilio de Nicea al discutirse la doble
naturaleza, humana y divina, de Jesucristo. Este concilio tuvo lugar
allá por el año 325, bajo el pontificado de Silvestre I, y fue
organizado por el emperador Constantino I el Grande por consejo de su
asesor religioso, el obispo Osorio de Córdoba. Constantino había
promovido su celebración para resolver la crisis desatada dentro de
la Iglesia por los defensores del cisma arriano.
Posiblemente,
la expresión surgió a raíz de estas disputas teológicas, no
exentas de trasfondo político, que en nuestro país se dirimieron a
nivel popular entre los católicos hispanorromanos y los visigodos
que nos invadieron y que defendían el arrianismo, es decir, herejía
que rechaza la divinidad de Cristo.
Según
Sbarbi y su Gran
Diccionario de Refranes,
se refiere a la perturbación ocurrida en el Calvario cuando los
judíos deicidas se convencieron de que el Crucificado era
verdaderamente el Hijo de Dios por el temblor de tierra y los
fenómenos que acompañaron a su muerte, lo que es muy probable que
alguno gritara «Dios es Cristo» con tal de no ser tragado por la
tierra.
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