La
convivencia de los calendarios juliano y gregoriano en Occidente dio
lugar a curiosas paradojas.
Hasta
la época de Julio César, en Roma rigió
un calendario de diez meses, periodo
al que seguían otros cincuenta o sesenta días que se ajustaban al
ciclo solar. De esos bloques temporales, más de la mitad se conocían
por el orden que ocupaban. Así, después de marzo –dedicado a
Marte, dios de la guerra–, abril –por Afrodita, diosa de la
belleza–, mayo –de Maia, divinidad de la floración– y junio
–por Juno, diosa de la maternidad–, venían quintilis
y
sextilis.
Les sucedían septiembre
–de
séptimo–, octubre
–octavo–,
noviembre
–noveno–
y diciembre
–décimo–.
El
primer día de cada mes se conocía como calendae,
y
era cuando se abonaban los intereses de los préstamos. De ahí nació
la palabra calendario.
La
posterior división juliana, ya con enero y febrero al principio,
estuvo vigente en Europa hasta 1582,
año en que se decidió adelantarlo diez días. Así del jueves 4 de
octubre se pasó al viernes 15 de octubre del nuevo
sistema gregoriano,
que toma su nombre del papa Gregorio XIII. Estos diez días fantasmas
dieron lugar a paradojas biográficas como la de santa
Teresa de Jesús, que murió la noche del 4 al 15 de octubre de 1582,
en el paso de un calendario a otro.
En
los países protestantes, la reforma no se aplicó hasta 1752. De
modo que, como es sabido, Shakespeare y Cervantes murieron el 23 de abril de 1616, aunque en realidad dejaron
este mundo con diez días de diferencia,
justo el desfase entre los calendarios que funcionaban en sus
respectivos países.
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