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HOY RECOMENDAMOS LA LECTURA DE…


El truco” de Emanuel Bergmann.
Antes de dar inicio a su lectura, podemos quedar prendados con su cubierta: la silueta del niño haciendo una reverencia con un sombrero del que emergen unas estrellas doradas recuerda sin ninguna duda a Peter Pan, su sombra y su mágico mundo y lo que siempre queda en nosotros, algo del niño que una vez fuimos.
Lo que nos aflige probablemente nos dispone a todos en un único grupo, sin embargo, en temas de humor no todos reaccionamos igual, así que no es fácil narrar una historia en la que dos emociones tan contrarias (hacer reír, hacer llorar) mantengan cierto equilibrio. Esta novela aúna con cierta pericia la comedia y el drama, esos dos géneros narrativos que por separado presionan unas teclas determinadas y dispares creando melodías únicas y que al unirse componen una sinfonía agridulce, una suerte de broma melancólica que perdura más allá de la última página.
Dos ciudades, dos épocas, dos personajes: Berlín y Los Ángeles, 1934 y 2007, Moshe Goldenhirsh y Max Cohn. Dos vidas separadas por el tiempo pero unidas por los acontecimientos, dos historias que se unen en un punto de fuga y que desvelan el famoso truco que da título a la obra: un anciano y un niño de diez años; un mago que ya no cree en nada y un niño dispuesto a creer en todo para salvar el matrimonio de sus padres que está a punto de naufragar.
Mosche es un anciano desvergonzado y de carácter huraño, con tendencias suicidas que pasa sus últimos días en una residencia y en clubes de streptease en busca de compañía que previo pago le hagan sentir menos vacío. Es judío, hijo de un rabino de Praga que por avatares del destino acaba en un circo haciéndose pasar por persa ayudando al mago principal para convertirse con el paso del tiempo en El Gran Zabbatini tras escaparse con la ayudante de su maestro. Mosche es solo la sombra desvaída de lo que antaño llegó a ser: conocido como el gran Zabbatini, el famoso mago mentalista que recorrió la Europa que posteriormente sería ocupada por los nazis y que acabaría en un campo de concentración.
Max es un muchacho de diez años que se enfrenta a la cruda realidad de descubrir que sus padres están a punto de separarse. Por una de esas extrañas casualidades de la vida descubrirá que existe un conjuro de amor que podría volver a unir a sus padres, tras encontrar un vinilo en el que el famoso mago recita un conjuro para el enamoramiento, conjuro que Max no puede escuchar ya que el vinilo está rayado exactamente en ese punto y la aguja no hace más que saltar. Y el único capaz de realizar dicho conjuro es Zabbatini. Así pues, Max intenta dar con Mosche y el muchacho escudriñará cada rincón de su ciudad con tal de encontrar a ese gran mago y mentalista que podría salvar la felicidad de su familia.
El personaje de Mosche, anciano casi centenario, sabio a su manera y repleto de experiencias (algunas tienen que ver con el amor, otras con la magia y las peores con El Holocausto perpetrado por los nazis) es la representación de aquellos que se sienten desengañados por una vida demasiado larga y tortuosa. Por otro lado, y como contrapartida, Max, todavía puro de corazón, sensible como solo un niño puede serlo y optimista, es el agradable punto de candidez que contrarresta el cinismo de los desencantados que se toman la vida demasiado en serio. Ambos personajes convergerán no sin que antes Emanuel Bergmann nos relate, con una prosa fácil de leer, elegante y embaucadora, como era la vida de cada uno antes de que sus destinos se cruzaran.
El protagonismo de Max es sobre todo una excusa esencial a la hora de poner en marcha los recuerdos de Mosche, la verdadera historia de esta novela. Una historia que se muestra repleta de momentos divertidos (en ocasiones haciendo uso de humor algo simplón), de situaciones algo absurdas y de un truco de magia, un fantástico e inolvidable truco, que conseguirá que tus ojos llenos de lágrimas susurren tristeza mientras tu sonrisa grita esperanza.
Ciertamente las dos historias son interesantes, la primera, la de Zabbatini, por conocer la razón de su mal humor, y la de Max por saber si el famoso conjuro resultará. Gracias a la escritura de Bergmann, absolutamente cinematográfica, pues sus escritos se basan en imágenes concretas más que en palabras propiamente dichas, consigue una fluidez de actos que transcurren a modo de rápidos capítulos.
Bergmann quiere llevar la magia hasta los rincones más tenebrosos del mundo y del alma humana e intenta explicar hechos muy duros (los campos de concentración, la pobreza, la vejez, la soledad, la muerte...) de forma no dramática, y lo hace a través de la mirada ingenua de un niño. Mezcla la fatídica realidad con pequeños toques humorísticos que dotan a la novela de un desparpajo y una frescura que resulta ser el mayor punto a su favor.
Así nos encontramos con magia, esperanza, desencanto y disparatadas aventuras narradas en clave de tragicomedia que es en sí misma la vida y el acto de vivir; esa valentía de afrontar retos, de aceptar las pérdidas y las derrotas pero también de mantener los pies en el suelo cuando se triunfa.
El tono y la voz han conseguido mezclar la ingenuidad infantil y la necesidad en creer en las soluciones mágicas y, a la vez, tratarlo de una forma poco sentimental, llena de humor y con buenas dosis de contraste estilístico.
El truco es una excelente novela de aventuras,  pero también es un duro relato sobre el holocausto alemán y sus atrocidades y la primera guerra mundial, todo ello envuelto en un humor inteligente. Y un alegato a la magia, parte fundamental en la historia.
Fascinante, deliciosamente divertida y emotiva, esta novela atrapa al lector con una bellísima historia en la que confluyen dos mundos, emergen amores perdidos y olvidados gestos heroicos y surgen segundas oportunidades. Una fenomenal mezcla del humor melancólico de Isaac Bashevis Singer con la fantasía y los ecos de la mejor tradición popular; el truco de un debutante que se nos revela, con este su primer título, como un verdadero mago. Además de retratar una realidad siniestra pasando de puntillas sobre el horror, como lo había hecho Roberto Begnini en su película La vida es bella.

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