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VIDA COTIDIANA EN LA VILLA Y CORTE EN LA ÉPOCA DE CERVANTES

Al amparo de la noche, bandas de facinerosos, algunas compuestas por soldados prófugos, asaltaban a los transeúntes para robarles. Hubo bandidos de ilustre linaje que mostraban piedad a su manera, como el llamado “Eusebio de la devoción de la Cruz”, que tras despojar de sus bienes a sus víctimas las mataba y las enterraba, poniendo siempre una cruz sobre las exiguas sepulturas.
CervantesPese a tanta violencia, el pueblo era profundamente creyente, aunque eso no menguaba su obsesivo interés por los excesos carnales, que propiciaban un alto número de hijos bastardos, muchos de ellos nacidos en familias aristocráticas y pudientes, y de los que se hablaba en público sin recato alguno. Si hacemos caso a Quevedo y a otros escritores de la época, en aquella España había muchos maridos cornudos que mandaban a la mujer a pedir dinero a los amigos, haciendo la vista gorda sobre las consecuencias.
El adulterio femenino y la conformidad de sus cornudos maridos fue uno de los temas recurrentes en las sátiras de Lope, Góngora o Barbadillo. Las infidelidades estaban tan arraigadas que Hurtado de Mendoza las reflejó en su Elogio al cuerno. Quevedo también trató la indignidad de algunos esposos: “Antes, cuando en una provincia había dos cornudos, se hundía el mundo. Y ahora, señor, no hay hombre bajo que no se meta a cornudo”.
Pero las deslealtades conyugales iban en ambas direcciones. Los burdeles eran conocidos con el nombre de mancebías, y su control corría a cargo de guardias municipales. Una de las más importantes se encontraba en la calle de Francos (hoy, de Cervantes), cercana al domicilio del autor del Quijote. Había otras mancebías en las calles Mayor y Huertas y en las de Amor de Dios y Primavera, en la zona de “Avapiés”, sin olvidar la de la plaza del Alamillo. Nada más entrar en el establecimiento, los clientes debían dejar sus puñales, dagas y espadas para evitar reyertas y daños a las meretrices, también llamadas marquidas, cantoneras, sirenas de espigón, niñas del agarro o mozas del partido.
Las leyes dictaban que las jóvenes que pretendían entrar en una mancebía debían acreditar con documentos ante el juez que eran mayores de doce años, que habían perdido la virginidad y que eran huérfanas de padre y madre o abandonadas por su familia. Aunque contumaces en el pecado, las cantoneras eran devotas y asistían con hábitos a la iglesia y a las procesiones. Felipe II trató de impedir su entrada en los templos porque “ahuyentaban a las mujeres decentes”, pero las meretrices hicieron oídos sordos.





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