Nacieron
en Oriente y la leyenda cuenta que se utilizaban para espantar
monstruos.
Proceden
de China,
como la pólvora, imprescindible para encenderlos. Allí se conocían
al menos desde el siglo VII, pero su historia podría datar de mucho
más atrás: en tiempos remotos existía la costumbre entre los
viajeros de hacer explotar cañas de bambú para, con el sonido
obtenido, espantar
a los shan,
legendarios monstruos semihumanos de los bosques.
La
tradición se extendió como diversión y, durante el año nuevo
chino, se
explosionaba el bambú para alejar a los malos espíritus.
Marco Polo fue testigo, en el siglo XIII, de esta ancestral práctica.
Para entonces, se había convertido en todo un arte.
Existe
una crónica de un espectáculo de fuegos artificiales en el año
1110 −durante un desfile militar en honor del emperador Huizong−
que comenzó con“un
ruido como el del trueno”.
Oficio
prestigioso. Llama la atención la importancia social otorgada al
arte de la pirotecnia: constituía en la China medieval una
profesión independiente, altamente respetada por su complejidad y
peligro.
A
pesar de ello daba no pocos sustos, como el que sufrió la madre del
emperador Li Tsung, en honor de la cual este dio una fiesta en 1264
con todo tipo de ingenios explosivos, uno de los cuales era una
“rata del suelo”, que corría a ras de tierra y
que, por la fuerza de la ignición, se encaramó por las escaleras
del trono aterrando a la emperatriz.
Cuando
los árabes conocieron la tecnología china de la pólvora durante el
siglo XIII, también adoptaron los fuegos artificiales: un
tratadista sirio los denominaba “flores chinas”. En
Europa se popularizarían a partir del siglo XVII.
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