Fuente: Vidas secretas de grandes escritores, de Robert Schnakenberg
He de confesarles, amigos, que me encantan los libros: coleccionarlos, verlos, olerlos, ojearlos, hojearlos, tocarlos, colocarlos, mirarlos, comprarlos… y a veces hasta leerlos. Cada vez más, creo que afortunadamente, me sorprendo al pasear la vista por las estanterías y reencontrarme con el lomo de un libro que ya no recordaba tener y de repente, al leer su título, quién sabe por qué, me llama la atención. Entonces lo saco de su estrechez, miro la portada, quizás leo algo, o reviso alguna marca que dejé tiempo atrás señalando una página.Y precisamente en un libro, dónde si no, me he enterado que
esa ronda de vigilancia que hago por los lomos de los libros no tendría sentido alguno si no fuera porque la cabeza de Lewis Carroll, el padre de Alicia en el país de las maravillas, además de buenas historias y matemáticas, tenía grandes ideas. De allí salieron inventos como una pluma eléctrica, un modo de giro postal, un triciclo, un método para justificar márgenes en las máquinas de escribir, un prototipo de parches adhesivos de doble cara o un sistema mnemotécnico para recordar nombres y fechas.
Pero también fue Carroll el que tuvo la brillante idea de usar los lomos de los libros para imprimir el título de los mismos y así tener mayor facilidad a la hora de buscarlos en las estanterías. Me sorprende que fuera un hombre del siglo XIX el que tuviera la idea de mostrar esa información de los libros en su lomo, de hacerla tan visible. Sin duda, antes de esto los bibliotecarios se ganarían aún más su sueldo ya que cazar un libro en concreto en una biblioteca atestada de lomos inmaculados y similares requería organización y memoria.