Antes
de la era del automóvil, las ciudades europeas tenían servicios de
coches de alquiler con tarifas y paradas fijas.
El
primer servicio de coches de alquiler del que se tiene noticia se
remonta a 1654, cuando en Londres
se fundó un gremio de maestros cocheros (Fellowship of Master
Hackney Coachmen) encargado de regular el transporte público de la
ciudad. Estos
cocheros conducían carruajes de ámbito urbano, que se alquilaban
por recorridos y que había que ir a buscar al centro de la City.
Pocos
años después, Blaise Pascal, el célebre matemático, físico y
filósofo –e inventor de un prototipo de calculadora mecánica–,
organizó un sistema parecido en París.
En 1661 creó
con su socio el duque de Roannez una empresa dedicada al transporte
urbano de personas, las llamadas carrozas de cinco sueldos
(carosses
à cinq sols),
que desde el año siguiente cubrió cinco rutas en el centro de
París.
Aunque
la empresa pionera de Pascal fue de corta duración, en
el siglo XVIII los coches de alquiler se convirtieron en presencia
habitual en las grandes capitales europeas.
El dramaturgo madrileño Leandro Fernández de Moratín, a la vuelta
de un viaje a Londres, relató a sus amigos la impresión que le
habían causado los "coches alquilones" que circulaban por
las calles en gran número, "más de mil", según
aseguraba, todos de gran pulcritud, comodidad y seguridad. También
le sorprendió que los trayectos se pagaran con arreglo a unas
tarifas ya establecidas. Lo único que no le gustó fue la vestimenta
de los cocheros, al parecer poco cuidada y no ajustada a la calidad
del servicio.
Carruajes con suspensión
Que
Londres y París fueran las ciudades pioneras en poner en marcha este
servicio se explica porque Inglaterra
y Francia
poseían una avanzada industria del carruaje. En particular, los
maestros ingleses –integrados en el gremio Worshipful Company of
Coachmakers, fundado en 1677– mejoraron el tiro, el diseño y el
confort de los coches,
a los que dotaron de un ingenioso sistema de suspensión. En el siglo
XIX, el modelo más usual de los coches de alquiler fue el cupé, un
carruaje de cuatro ruedas, cubierto, con dos plazas y tirado por un
caballo. En Madrid,
este vehículo se llamó simón, por un tal Simón González o tal
vez por el gallego Simón Tomé Santos; los simones eran famosos por
su mala calidad, a juzgar por el testimonio de escritores del
Romanticismo como Ramón de Mesonero Romanos o Mariano José de
Larra.
El
crecimiento urbano en el siglo XIX estimuló la expansión del
servicio de coches de alquiler. Un ejemplo elocuente lo ofrece París.
Si a mediados del siglo XVIII la capital francesa tenía unos 200
carruajes de alquiler, en 1815 eran casi 1.400, y en 1865 superaban
los 6.000, en gran parte propiedad de una potente empresa: la
Compañía Imperial de Coches de París. Este
éxito se explica por las necesidades particulares de las nuevas
élites burguesas.
Para éstas los carruajes no eran únicamente un medio de transporte,
sino también un símbolo de estatus.
Por
muy cerca que se viviera de la sala de baile, de la ópera o del
teatro, la etiqueta imponía llegar en coche de caballos para
participar en la ceremonia de exhibición de riqueza e influencia. No
por casualidad en Francia los actores se desean suerte antes del
inicio de un espectáculo con la
expresión "mucha mierda", que originalmente hacía
referencia a la gran cantidad de excrementos equinos que los
carruajes de los espectadores dejaban a la puerta del teatro.
La cantidad de boñigas estaba relacionada con la taquilla.
En
cada ciudad europea, los coches de alquiler fueron objeto de una
regulación estricta, similar a la de los actuales taxis. En
Madrid, por ejemplo, se hizo obligatorio el registro de los dueños y
empleados dedicados al negocio del alquiler de coches, así como el
control de los mismos.
Éstos debían llevar pintado el número de licencia en la testera y
en los faroles, y los cocheros estaban obligados a informar de los
precios del servicio en un cartel colocado en el interior del
carruaje.
Selección de personal
Un
servicio de calidad no solo dependía del tipo de coche o de la
selección de las caballerizas; también eran importantes las
aptitudes y cualidades de los trabajadores y por eso las autoridades
impusieron requisitos severos para acceder a la profesión. No
valía cualquiera. Según un reglamento del Ayuntamiento de Madrid de
1860, los taxistas debían acreditar "las circunstancias de
honradez y moralidad sin tacha,
aptitud e inteligencia para la dirección y manejo de los carruajes y
caballos, contar por lo menos seis meses en este servicio y tener 18
años de edad". Las malas conductas –como "la
infidelidad, el escándalo, la embriaguez acostumbrada o la ineptitud
en el manejo del carruaje"– quedaban anotadas en una cartilla
y eran motivo de expulsión. Y
al parecer había motivo para tomar precauciones, tanto en Madrid
como en otras ciudades.
En un artículo de 1867 se explicaba que los agentes de la autoridad
en París debían conducir a las cocheras los vehículos abandonados
en la vía pública "o cuyos cocheros estuvieran en tal estado
de embriaguez que resultara peligroso dejarlos circular más tiempo".
Sin
duda, uno de los principales problemas históricos de este servicio
de transporte fue el de las paradas, pues era usual que se formaran
aglomeraciones de carruajes a la espera de los clientes, alterando la
circulación,
a veces, incluso, con enfrentamientos entre cocheros.
En Madrid las quejas llegaron al extremo de que se prohibió que los
simones se estacionaran en las calles y había que ir a buscarlos a
las cocheras, aunque esta decisión municipal tuvo una breve vigencia
y la necesidad obligó a buscar más lugares de parada en el centro
de la ciudad.
El
Ayuntamiento de Madrid puso tanto celo en mantener el buen orden del
estacionamiento que decidió que los coches llevaran pintados los
números de las licencias
con los colores correspondientes a cada parada. Esta diferencia de
colores propició la división de los simones en dos categorías. Los
de primera clase –de colores rojos, amarillos, verdes y negros–
se situaban en las paradas de mayor demanda de viajeros, y los de
segunda, de color blanco, debían situarse en los puntos de menor
demanda. De
ahí que se hablara de coches de punto o plaza, por tener siempre el
mismo punto de parada.
Una vez realizado el viaje, debían volver al mismo lugar que habían
dejado.
El problema de las tarifas
Los
coches de alquiler estaban sometidos a un régimen de precios
públicos, fijados por las autoridades. En el siglo XIX las tarifas
dependían mucho del tipo de carruaje, ya que los había de uno o dos
caballos con capacidad para dos o más personas; y también dependía
de la hora del día y de la distancia y el tiempo del viaje. En
general, los precios eran elevados y en la prensa aparecían
numerosas quejas al respecto.
Además, en ocasiones especiales las tarifas podían aumentar
repentinamente. Por ejemplo, cuando el general Narváez, presidente
del consejo de ministros, dio una fiesta en su casa, aquella noche
"ningún coche se alquiló por menos de seis u ocho duros"
cuando su precio habitual era de dos. Nadie protestó por el abuso;
lo importante era presentarse en la fiesta sin ser menos que los
demás.
La plaza Clichy de París en 1896
La
opción del autobús de caballos
Junto
a los carruajes individuales, en el siglo XIX existieron también
sistemas de transporte colectivo al modo de los actuales autobuses
urbanos. En
1825, el francés Stanislas Baudry creó en Nantes el primer servicio
de estas características, al que llamó ómnibus, "para
todos" en latín.
Eran coches amplios, para ocho o diez personas. Además, los viajeros
podían llevar equipajes por los que debían pagar una cantidad en
función del peso. Los coches incluso podían ser alquilados por
familias enteras para ir de las estaciones a sus domicilios. Estos
carruajes prestaban servicio entre el centro de las ciudades y la
periferia y tenían paradas fijas y accidentales. En España, las
empresas estaban obligadas a ofrecer servicios especiales los días
de romería o de Carnaval y para ir a los toros y a los cementerios.
Cochero de París en un carruaje con taxímetro de principios del siglo XX
Taxímetros
y taxis
El
primer taxímetro fue patentado por el alemán Wilhelm Bruhn en 1891,
pero tardó en generalizarse a causa de la resistencia de los
cocheros. Cuando se aprobó en París en 1904 obtuvo un éxito
instantáneo, como reflejaba dos años después el Boletín municipal
de París: "Con este aparato ya no es necesario mirar el reloj a
la salida y a la llegada. Esta formalidad preliminar conllevaba
discusiones cotidianas, pues el reloj del cliente y el del cochero
nunca se ponían de acuerdo. El público quedó encantado de ver la
hora marcada en el cuadrante del contador". El aparato daría
nombre a los taxis de motor que surgieron en esos mismos años.
Cupé o fiacre de la compañía de coches parisina L’Urbaine, de finales del siglo XIX
En
el siglo XIX, el modelo más usual de los coches de alquiler fue el
cupé, un carruaje de cuatro ruedas, cubierto, con dos plazas y
tirado por un caballo. En Madrid,
este vehículo se llamó simón, por un tal Simón González o tal
vez por el gallego Simón Tomé Santos.
Esperando en fila a los pasajeros
Este
óleo del pintor estadounidense Childe F. Hassam, de 1887, muestra
una calle de París,
la rue Bonaparte, en un día de tormenta. A lo largo de la pared del
seminario de Saint-Sulpice, llena de carteles, los carruajes esperan
la llegada de clientes, mientras tres cocheros con librea charlan
entre ellos. Éste era un barrio burgués, pero el pintor ha
representado en primer plano, como contraste, un humilde menestral
con su hija arrastrando una carretilla.
Parada de pasajeros de carruajes en Londres, grabado de 1875
Las
autoridades impusieron requisitos severos para acceder a la
profesión. No valía cualquiera. Según un reglamento del
Ayuntamiento de Madrid
de 1860, los taxistas debían acreditar "las circunstancias de
honradez y moralidad sin tacha, aptitud e inteligencia para la
dirección y manejo de los carruajes y caballos, contar por lo menos
seis meses en este servicio y tener 18 años de edad".
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