Arquitecto
y pintor italiano renacentista,
considerado uno de los más grandes artistas de todos los tiempos
tanto por sus esculturas como por sus pinturas y exquisita obra
arquitectónica, fue
conocido
en español
como Miguel
Ángel
y
desarrolló
su labor artística a lo largo de más de setenta años entre
Florencia
y Roma, que era donde vivían sus grandes mecenas,
la familia Medici
de Florencia y los diferentes papas
romanos. Muy
admirado por sus contemporáneos, que le llamaban el
Divino, triunfó
en todas las artes en las que trabajó, caracterizándose por su
perfeccionismo. La escultura, según había declarado, era su
predilecta y la primera a la que se dedicó; a continuación, la
pintura, casi como una imposición por parte del papa Julio
II,
y que se concretó en una obra excepcional que magnifíca la bóveda
de la Capilla Sixtina;
y ya en sus últimos años, realizó proyectos arquitectónicos.
Buonarroti
dio buena cuenta, a lo largo de 89 años, de por qué fue bautizado
como «el
Divino».
No por su fe inquebrantable, que la tuvo, sino por los prodigios que
salieron de su
privilegiada mente y sus virtuosas manos.
Sin embargo, tras esa divinidad se esconde un hombre de carne y
hueso,
con
su grandeza, pero también con sus miserias.
Es el retrato esbozado
por
Martin
Gayford que
ha
llevado a cabo una investigación rigurosa, buceando en su abundante
correspondencia y sus tres
centenares de poemas. «He querido abordar a Miguel Ángel como un
ser humano extremadamente complejo. En el pasado, sobre todo en las
biografías románticas, se le trataba como una especie de
superhombre. Fue un hombre difícil, neurótico, irritable y hasta
deshonesto, pero también podía ser generoso, tierno y valiente».
Esta
biografía relata la angustia de un hombre atormentado por la
ansiedad, agotado por el estrés de tantos encargos, cada vez más
faraónicos, muchos de los cuales nunca llegó a terminar. Su
ambición no tenía límites: quería esculpir una montaña con forma
de coloso. El autor lo retrata como un maníaco
del control: tenía que supervisar hasta el más mínimo detalle todo
el proceso creativo y no sabía delegar. Ello le pasó factura.
Tuvo
una vida de novela: peleas y pleitos familiares, intrigas papales y
palaciegas, envidias entre colegas, que llegaban a espiarse para
robar sus ideas; engaños a los mecenas (estafó a un cardenal
envejeciendo un «Cupido» para venderlo como una antigüedad)...
Fueron tantos sus enemigos como sus admiradores y fue considerado
traidor en Florencia, donde llegó a ser gobernador y procurador
general de las fortificaciones de la ciudad. Tuvo que huir y
exiliarse. No se casó ni tuvo hijos. Su madre murió cuando él
tenía 6 años y solo hubo una mujer importante en su vida, la poeta
Vittoria Colonna, con quien mantuvo una relación intelectual y
espiritual.
Pese
a tener en su haber logros milagrosos como «La Piedad», el
«David»,
los
frescos del techo de la Capilla Sixtina o
«El Juicio Final», no faltaron proyectos que supusieron para él
mucho desgaste y, en cierta medida, un fracaso. Fue el caso de la
tumba de Julio II (una tarea inconmensurable en la que estuvo
enfrascado más de 40 años y completó solo parcialmente, aunque
incluyendo, eso sí, el soberbio «Moisés») y la cúpula de San
Pedro del Vaticano (no sobrevivió como él la concibió).
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