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HOY RECOMENDAMOS LA LECTURA DE…


Cáscara de nuez” de Ian McEwan.

El escritor británico ilumina con humor sus extraordinarias marañas éticas en una sombría historia de adulterio y falsedad. Existen laberintos por los que da gusto perderse. El que viene construyendo McEwan con conflictos morales convertidos en frondosos setos es uno de ellos. 

Trudy mantiene una relación adúltera con Claude, hermano de su marido John. Éste, poeta y editor de poesía, es un soñador depresivo con tendencia a la obesidad cuyo matrimonio se está desintegrando. Claude es más pragmático y trabaja en negocios inmobiliarios. La pareja de amantes concibe un plan: asesinar a John envenenándolo. El motivo: una mansión georgiana valorada en unos ocho millones de libras que, si John muere, heredará Trudy. 

Trudy y su amante, Claude, traman y consuman el asesinato de John, marido y hermano, respectivamente. Desde el seno materno, suspendida la incredulidad del lector, el narrador actúa de detective y voyeur, formula hipótesis a partir de lo que oye, infiere y conjetura, y todo lo ve desde la ceguera de su condición de inquilino del cuerpo de su madre, con el que mantiene una relación anatómica, pero también de divertido contorsionismo circense. Junto al furor uterino de la joven madre ante el amante, el rumor uterino de su hijo al acecho, el bebé que, como el loco, sí puede decirle al lector que el rey va desnudo (o que mamá es adúltera y asesina, que la existencia misma no es sino una lotería, y que el mundo sólo finge estar cuerdo). 

Resulta pues que hay un testigo de esta maquinación criminal: el feto que Trudy lleva en sus entrañas. Y en una pirueta de triple salto mortal que parece imposible de sostener pero le sale redonda, McEwan convierte al feto –al que todavía no han puesto nombre porque no ha nacido– en el narrador de la novela, desde la primera página hasta la última. 

Este feto, un hijo no deseado que lee a Joyce y puntúa como Robert Parker la calidad de los vinos, descubre el adulterio de su desapegada madre Trudy (el lector advertirá que en una página se ha convertido en Lolita embarazada), describe al pusilánime de su padre John y repudia la banalidad de su tío Claude (cuyas estúpidas frases concluyen con la conjunción “pero”), a quienes enjuicia con la misma vehemencia con la que denuncia la suciedad de nuestra sociedad sin escrúpulos. 

Un crimen abyecto cometido por personajes de pésima ralea que habitan un inmueble hediondo cuya inmundicia no es sino el reflejo de su naturaleza indecente. No es Londres el escenario sino la condición humana, siempre dispuesta para el teatro del engaño y el artificio. Cáscara de nuez retrata la vileza del individuo con la cámara de un fotógrafo que no es protohumano sino sobrehumano, ese feto que se diría un demiurgo, infortunado pero jocoso juez que arbitra sobre lo humano y lo divino, en el que ha querido convertirse el autor, que disfruta, sin embargo, riéndose de la poesía del papá del narrador, que practica con tesón los trímetros trocaicos, y complaciéndose en hacer del feto un catador. 

Hay dolor existencial, genética recreativa, un asesinato (que Woody Allen filmaría de inmediato), justificadas pero aquí innecesarias diatribas a nuestro mundo decadente, y sobre todo un poderoso contraste entre la posibilidad de vida inteligente por venir y la realidad de una vida majadera que vino ya hace tiempo para quedarse. Y hay imágenes brillantes (“encorvado sobre ellos como un filatélico paciente”, “sus dedos en orden decreciente, como niños en una foto de familia”) y, marca de la casa, técnica sofisticada y una elegante narrativa meticulosa en la que la vida cotidiana va volviéndose una intrincada madeja de sentimientos y trances anímicos que la novela deshace con aviesa precisión. 

Lo que sigue es una mezcla genial de comedia negra, trama detectivesca y astuta reescritura intrauterina de un gran clásico, por cuyas páginas asoman también una joven poetisa amante de John y una bregada inspectora de policía. Pero además de observar desde primera fila los preparativos del asesinato de su padre a manos de su madre, el feto filosofa sobre el mundo y la vida, lanza preguntas incómodas y se lo cuestiona todo, mientras las copas de vino –y alguna bebida de más graduación– que bebe su madre tienen efectos mareantes sobre él. 

Cáscara de nuez parece un ejercicio de estilo con forma de thriller, algún apetitoso escarceo metaficcional y un punto de vista provocador, pero es otra indiscutible lección de literatura. Un escalofriante vodevil metafísico, un drama con retranca, el discurso de un nonato redicho acerca de la condición humana, del mundo y de su derrotero a partir del pretexto de un burdo asesinato. Mirar la vida desde su antesala conduce a ver la muerte inevitable, física o moral. Y parece que ya atormenta pensar la vida antes de vivirla, adivinar que el delito mayor del hombre es haber nacido. Nueva lectura irónica de lo ominoso y un regreso cómplice y burlesco a sus primeros relatos, macabros y claustrofóbicos. Inteligencia imprescindible. 

Jugando con un narrador inaudito, Ian McEwan plantea un audaz experimento literario que es un auténtico tour de force sólo al alcance de un escritor superdotado. Y el resultado es una novela redonda que avanza con el palpitante ritmo de un thriller, trufada del mejor humor británico. McEwan es inmenso porque nos abduce descubriéndonos precisamente el desorden natural de las cosas. McEwan siempre crece, sorprende y deslumbra.

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