Esta
es la historia de un hallazgo casual y dos compañeros que acabaron
enfrentados, no ya por el dinero, sino por el reconocimiento.
Cuando
el 27 de febrero de 1879 Constantin Fahlberg se sentó a cenar en la
pensión donde vivía no se imaginaba que lo que estaba a punto de
descubrir iba a estar en todas las cafeterías y restaurantes del
mundo siglo y medio después. Tampoco sabía que se haría millonario
a costa de traicionar al que se había convertido en su mejor amigo.
Pero
la vida (y la ciencia) es así.
Fahlberg
había llegado a Baltimore hacía poco tiempo. Por eso, cuando se dio
cuenta de que la carne que le acaban de servir para la cena estaba
dulce, no supo con seguridad si se trataba de una receta típica de
Maryland o si la cocinera había confundido la sal con el azúcar.
Al
preguntarlo, nadie supo de qué hablaba. Nadie pensaba que la cena
estaba dulce, ni siquiera tras probar su plato. ¿Se estaba volviendo
loco? ¿Acaso el alquitrán de hulla, el 'material' con el que
trabajaba en el laboratorio de Remsen, se le estaba subiendo a la
cabeza?
Aquella
noche no pudo dormir. Dio decenas de vueltas en la cama hasta que se
le ocurrió algo: pocos problemas tienen una solución tan sencilla
como chuparse un dedo, pero por suerte, este era uno de ellos. El
dulzor no estaba en la comida, estaba en sus manos y, al chuparse el
dedo, lo tuvo claro. Aquella tarde, mientras hacía pruebas con
distintos derivados del alquitrán de hulla, había sintetizado una
amida o-sulfobenzoica nueva. ¿Era posible que aquel compuesto
estuviera dulce?
Al
día siguiente habló con Ira Remsen, el director de laboratorio y
quien le había enseñado todos los procesos para sintetizar el
compuesto -que se ve que no le había enseñado a trabajar con
guantes-. Juntos lo probaron y se miraron sorprendidos: dulce no,
dulcísimo. Unas 300 veces más dulce que el azúcar en realidad.
Había
nacido el primer edulcorante sintético del mundo.
Dos
hombres con un mismo destino
Un
pequeño salto al pasado: Remsen se había graduado con honores como
médico en la Universidad de Columbia, pero poco después había
abandonado la profesión para dedicarse a la química. Primero en la
Universidad de Munich y, más tarde, en la de Gotinga, donde estudió
(y trabajó) con Rudolph Fitting, uno de los químicos más
importantes del momento.
En
Gotinga trabajó muchísimo (publicó unos 75 trabajos en un periodo
de tiempo muy corto) y unos años después volvió a su país lleno
de ideas alemanas dispuesto
a cambiar para siempre la química norteamericana.
Y lo consiguió. Fue el primer presidente de la American Chemical
Society, el segundo rector de la Universidad John Hopkins y el
fundador y editor de la 'American Chemical Journal' durante más de
35 años.
En
cambio, Fahlberg había llegado a Baltimore para trabajar en una
empresa importadora de azúcar en 1877. Tenía cierta reputación
como químico y
había sido contratado como perito
para analiza un cargamento que había sido incautado por el gobierno
americano.
Para
poder realizar los análisis, pidió permiso a Remsen para usar su
laboratorio. Fahlberg encontró que era un sitio agradable e hizo
buenas migas con su anfitrión: a principio del '78 empezó a
trabajar en él de forma habitual. Durante ese año, aprendió de él
todas las técnicas que este había aprendido y perfeccionado en
Gotinga.
De
vuelta al futuro: a principios del '79, Fahlberg se chupó un dedo y
juntos descubrieron el primer edulcorante del mundo. Ese mismo año,
Remsen y Fahlberg publicaron un artículo en el que describían dos
formas de sintetizar la sacarina. Ninguno pareció estar interesado
en su potencial económico.
Money,
money money
Pero
en 1884, Fahlberg dejó el laboratorio y sin decirle nada a Remsen
patentó en solitario un nuevo método para sintetizar grandes
cantidades del compuesto de forma mucho más barata.
Al
principio, a Remsen no le molestó, ya que era un hombre de ciencia y
tenía más dinero del que podría necesitar. Pero cuando en 1886
Fahlberg comenzó a decir que él era el 'único' descubridor de la
sacarina, Remsen montó en cólera. A esas alturas, el químico ruso
ya había montado un pequeño negocio en Nueva York donde producía
hasta 5 kilos de sacarina al día. En pocos meses, el
edulcorante mágico se haría terriblemente popular.
Tanto
que Fahlberg hizo toda una fortuna que invirtió en parte en
fortalecer su imagen como genio científico y restarle métodos a su
mentor. Esto
acabó con la relación:
Remsen no quería el dinero, pero no aceptaba que se le eliminara su
papel en un descubrimiento clave para aquella época.
Lo
demás es historia. Y una muy interesante además, porque la de la
sacarina es la historia moderna de la alimentación: nada en su
composición ha cambiado desde aquella tarde-noche de 1879, pero ha
sido muchas cosas -un accidente de laboratorio, un compuesto
maravilloso y un cancerígeno peligroso-. Los 150 años siguientes de
investigación alimentaria están ahí: dinero, traición, confianza.
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