Antes
de que se impusieran las grandes religiones monoteístas, la mujer
tuvo un destacado papel religioso.
Las
sacerdotisas eran
protagonistas de muchos ritos,
ejerciendo un rol de primer orden. El caso más lejano que está
documentado es el de Enheduanna, hija del rey acadio Sargón el
Grande, que vivió hacia el siglo XXIV a.C. Ella fue suma sacerdotisa
–y también poetisa– de la diosa Inanna, mucho más popular por
el nombre de Ishtar, con el que se la conocería posteriormente. Era
la divinidad del amor y la guerra y de
ella surgiría siglos más tarde Afrodita.
Enheduanna ejercía el cargo de “ministra de la luna de la diosa”,
ya que el satélite lunar era identificado con un principio femenino
divino en muchos cultos. Enheduanna escribió un poema de exaltación
a esta diosa, que la
convierte en una de las primeras autoras conocidas de la Historia.
Después de ella, otras hijas de reyes mesopotámicos ocuparon en
varias ocasiones el puesto de sumas sacerdotisas de Inanna.
En
el Antiguo Egipto también había multitud de sacerdotisas,
comenzando por la propia reina. Un ejemplo claro sería la famosa
Nefertiti, esposa de Akhenatón, el faraón que inició
una revolución religiosa para imponer el culto a Atón.
Ella fue la máxima sacerdotisa de esta divinidad masculina que se
impuso en el cénit de la dinastía XVIII y acabó provocando una
grave crisis política. Como gran sacerdotisa, Nefertiti
debía
intentar estar siempre atractiva,
porque una de sus obligaciones rituales era, según el egiptólogo
Cyril Aldred, “mantener al dios en estado de perpetua excitación”.
La
presencia de las sacerdotisas se
extendería hasta Cartago,
donde servían a la diosa Tanit, patrona de la ciudad-estado, y
llegaría también a Grecia y Roma. En esta última cultura destacan
las famosas sacerdotisas vestales, consagradas a la diosa del hogar
Vesta.
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