Alfonso
X y Carlos II prueban que entre la realeza española también hay
ejemplos de monarcas interesados por la magia y la superstición.
Son
historias poco extendidas, pero lo cierto es que en la biografía de
algunos soberanos
encontramos
pinceladas de su gusto por la magia y su creencia en la superstición.
Tal
es el caso de Alfonso X el Sabio o de Carlos II el Hechizado.
El primero fue uno de los personajes más importantes de la Edad
Media y
su reinado estuvo marcado por el esplendor de la cultura.
Alfonso
descendía de una estirpe sagrada,
según él, por parte de ambos progenitores, Fernando III el Santo y
Beatriz de Suabia. De pequeño acompañó a su padre en su particular
cruzada contra los infieles musulmanes. En una de las expediciones
bélicas creyó tener una visión celestial: fue
testigo de la aparición del apóstol Santiago con una espada en la
mano, encabezando una legión de blancos caballeros. Los
problemas psicológicos de Alfonso no hicieron más que aumentar con
la edad. Sufrió depresión, ansiedad, miedo y cambios repentinos de
humor, que le llevaron a ordenar la muerte sin motivo aparente de
diferentes personas, incluido su hermano don Fadrique. Algunos de sus
hijos le llamaban “loco” y “leproso”, quizás por su
repugnante aspecto físico: ojos fuera de órbita, úlceras en la
nariz, tumor maxilar, pústulas en las piernas...
El
sobrenombre de “el Sabio” se lo ganó por impulsar la cultura
como nunca antes lo había hecho nadie. Se rodeó de los mejores
juristas, traductores y eruditos de su tiempo y a su Corte acudían
sabios de todas las nacionalidades y de las tres grandes religiones
–judíos, cristianos y musulmanes–. A
Alfonso X le apasionaba la
magia,
la alquimia, la astrología, la astronomía
y
las ciencias ocultas en general. Estaba convencido de la influencia
de los astros en las personas y de que a través de ellos se podía
leer el futuro.
Estudió
las cualidades benéficas o perjudiciales de las piedras y los
minerales y los influjos que ejercen sobre ellos los signos
zodiacales. También el simbolismo de los números, en especial el 7,
estuvo siempre presente en sus tratados. De hecho, algunos de ellos
contenían esta cifra en su título –El
Setenario o
Las
siete partidas–,
que además solían estar divididos en siete partes.
Otro
rey continuó con esta estela sobrenatural. Fue Carlos II que, debido
a su delicada salud, poseyó una botica en la que tenían especial
importancia los medicamentos mágicos.
Por ejemplo, nunca faltaban las astas de unicornio, que supuestamente
tenían propiedades terapéuticas. Se creía en la existencia de este
animal y no faltaban farsantes que vendían el supuesto producto a
cambio de desorbitadas sumas de dinero. Tampoco faltaban nunca en
botica las pezuñas de la Gran
Bestia:
uñas de las patas traseras izquierdas de los alces, que servían
para rascarse cuando tenían convulsiones. También se sabe que el
monarca buscaba el elixir de la vida para mejorar su maltrecha salud.
Desde
el mismo instante de su nacimiento, Carlos
II había padecido todo tipo de enfermedades. A los tres años
todavía no andaba y los huesos de su cráneo no se habían cerrado,
y a los cuatro seguía mamando –tuvo
hasta 14 amas–. Su aspecto era tan deplorable que su padre prohibió
mostrar al niño en público. Ya siendo mayor, pactaron su boda con
María Luisa de Orléans, sobrina del rey francés
Luis
XIV. Cuentan que de camino a España, María Luisa, que conocía el
semblante de su futuro esposo por los retratos que le habían hecho
llegar, intentó retrasar el avance de la comitiva para evitar el
encuentro. Carlos no consiguió tener hijos ni con ella ni con su
segunda esposa.
Quizás
por todos estos infortunios creyó los rumores que decían que había
sido hechizado. En
1698 puso el caso en manos del inquisidor general,
fray Tomás de Rocabertí, y de su confesor real, fray Froilán Díaz.
Ambos religiosos decidieron pasar a la acción, convencidos de la
influencia del maligno sobre el monarca, algo que corroboró un
exorcista asturiano. El estudio del gobernante concluyó que había
sido hechizado doblemente cuando tenía 14 años: alguien había
disuelto en chocolate los sesos de un hombre muerto para que el Rey
enfermara, y los riñones para que no pudiera engendrar. Comenzaron
entonces unas sesiones de exorcismo que duraron años, hasta que
Carlos II se dio cuenta del timo. Más que nada porque seguía
postrado gravemente enfermo en su lecho de muerte.
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