La
implacable carrera de Isabel hacia el poder estuvo jalonada por una
serie de muertes inesperadas y siempre rodeadas por las insidiosas
sombras de la sospecha.
Símbolo
de toda la época, el veneno se cierne sobre una trayectoria personal
tantas veces mitificada. El gran interrogante lo ponía, en cada
caso, el hecho de que quienes morían eran escollos en su imparable
ascenso. Fue Pedro Girón, maestre de Calatrava y uno de los más
turbulentos personajes del momento, el primero de estos
providenciales muertos.
Pactado
con Enrique IV, su matrimonio con Isabel era rechazado por los
partidarios de ésta y prácticamente en vísperas de la boda, en
mayo de 1466, moría de repente en muy discutidas circunstancias. El
segundo fue el infante Alfonso, el que había sido proclamado rey en
la Farsa de Ávila y que murió inesperadamente, en julio de 1468,
tras haber cenado unas truchas que despertaron todas las suspicacias.
Ya
solamente quedaba el último obstáculo, que desapareció en
diciembre de 1474 al morir en Madrid Enrique IV. Lo repentino de su
fallecimiento también levantó multitud de oscuras suposiciones.
Como en los otros casos, nada se hizo por investigar los hechos. Los
millares de muertos anónimos de la guerra que la flamante reina
abría entonces ya no iban a ser obstáculo alguno para su empeño.
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