Se
dividía el hígado en dos mitades con 16 zonas distintas, la misma
división que hacían del cielo los etruscos.
Ya
existía en Mesopotamia y Grecia, pero la
práctica de consultar las entrañas de los animales
para adivinar el porvenir la tomaron los romanos de los etruscos y
fue aceptada oficialmente por el Senado en el siglo II a.C.
Los
arúspices (de ara,
altar, e inspiciare,
examinar) inspeccionaban los órganos internos de un animal recién
sacrificado, preferentemente un gallo o un cabrito. Miraban
los dos lóbulos del hígado, la vesícula biliar, las venas y
conductos.
En
general, las señales que se veían en
el lado izquierdo eran de mal augurio y las del derecho, de bueno.
Se observaba el color, el aspecto y la posición del hígado, pero
tampoco existía una correspondencia exacta.
De
hecho, según cita el profesor Santiago Montero de la Universidad
Complutense de Madrid, Cicerón se preguntaba hasta qué punto “los
arúspices habían contrastado entre sí sus observaciones para
establecer la parte de la
víscera que es enemiga y la parte que es familiar”.
Montero también escribe que filósofos como Posidonio explicaban la
hepatoscopia porque el
poder divino “guiaba en la elección de la víctima,
mientras la naturaleza podía intervenir produciendo cambios en las
vísceras de los animales”, aunque la intervención divina fue
discutida.
En
la época de Augusto, la mayoría de los romanos creían en la
hepatoscopia etrusca, pero se criticaba mucho la griega.
Por
ejemplo, se acusaba a Alejandro
Magno
de mandar
imprimir unas letras en las manos de los adivinos,
para que al tocar las entrañas se quedaran pegadas a ellas y le
dieran los augurios convenientes.
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