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MICHELANGELO DI LODOVICO BUONARROTI (1475–1564), EL GENIO DEL RENACIMIENTO


Arquitecto y pintor italiano renacentista, considerado uno de los más grandes artistas de todos los tiempos tanto por sus esculturas como por sus pinturas y exquisita obra arquitectónica, fue conocido en español como Miguel Ángel y desarrolló su labor artística a lo largo de más de setenta años entre Florencia y Roma, que era donde vivían sus grandes mecenas, la familia Medici de Florencia y los diferentes papas romanos. Muy admirado por sus contemporáneos, que le llamaban el Divino, triunfó en todas las artes en las que trabajó, caracterizándose por su perfeccionismo. La escultura, según había declarado, era su predilecta y la primera a la que se dedicó; a continuación, la pintura, casi como una imposición por parte del papa Julio II, y que se concretó en una obra excepcional que magnifíca la bóveda de la Capilla Sixtina; y ya en sus últimos años, realizó proyectos arquitectónicos.
Buonarroti dio buena cuenta, a lo largo de 89 años, de por qué fue bautizado como «el Divino». No por su fe inquebrantable, que la tuvo, sino por los prodigios que salieron de su privilegiada mente y sus virtuosas manos. Sin embargo, tras esa divinidad se esconde un hombre de carne y hueso, con su grandeza, pero también con sus miserias. Es el retrato esbozado por Martin Gayford que ha llevado a cabo una investigación rigurosa, buceando en su abundante correspondencia y sus tres centenares de poemas. «He querido abordar a Miguel Ángel como un ser humano extremadamente complejo. En el pasado, sobre todo en las biografías románticas, se le trataba como una especie de superhombre. Fue un hombre difícil, neurótico, irritable y hasta deshonesto, pero también podía ser generoso, tierno y valiente».
Esta biografía relata la angustia de un hombre atormentado por la ansiedad, agotado por el estrés de tantos encargos, cada vez más faraónicos, muchos de los cuales nunca llegó a terminar. Su ambición no tenía límites: quería esculpir una montaña con forma de coloso. El autor lo retrata como un maníaco del control: tenía que supervisar hasta el más mínimo detalle todo el proceso creativo y no sabía delegar. Ello le pasó factura.
Tuvo una vida de novela: peleas y pleitos familiares, intrigas papales y palaciegas, envidias entre colegas, que llegaban a espiarse para robar sus ideas; engaños a los mecenas (estafó a un cardenal envejeciendo un «Cupido» para venderlo como una antigüedad)... Fueron tantos sus enemigos como sus admiradores y fue considerado traidor en Florencia, donde llegó a ser gobernador y procurador general de las fortificaciones de la ciudad. Tuvo que huir y exiliarse. No se casó ni tuvo hijos. Su madre murió cuando él tenía 6 años y solo hubo una mujer importante en su vida, la poeta Vittoria Colonna, con quien mantuvo una relación intelectual y espiritual.
Pese a tener en su haber logros milagrosos como «La Piedad», el «David», los frescos del techo de la Capilla Sixtina o «El Juicio Final», no faltaron proyectos que supusieron para él mucho desgaste y, en cierta medida, un fracaso. Fue el caso de la tumba de Julio II (una tarea inconmensurable en la que estuvo enfrascado más de 40 años y completó solo parcialmente, aunque incluyendo, eso sí, el soberbio «Moisés») y la cúpula de San Pedro del Vaticano (no sobrevivió como él la concibió).

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