El
último y más poderoso rey de los hunos murió en sus aposentos
durante su noche de bodas.
Según
Prisco, historiador tracio del siglo V, Atila
se
casó con una joven goda muy hermosa llamada Ildico en un palacio de
madera junto al río Tisza. En la noche de bodas, se entregó con
profunda alegraía y después, abrumado por el vino y por el sueño,
se durmió y se cree que sufrió una hemorragia mortal.
De
esta manera, aquel rey que se había distinguido en tantas guerras
encontró
la muerte en medio de la embriaguez a comienzos del año 453.
Al
día siguiente de la celebración nupcial, los servidores del
caudillo huno rompieron
las puertas de sus aposentos y lo encontraron ahogado por la sangre,
sin heridas, mientras la joven Ildico permanecía en un rincón
llorando.
Los
soldados de Atila recogieron
el cuerpo del jefe huno sin vida
y, siguiendo las costumbres de su pueblo, le cortaron parte de su
cabellera y le hicieron en el rostro profundas incisiones.
Querían
llorar a aquel gran guerrero no con gemidos y lágrimas, sino con
sangre.
Marciano,
emperador de Oriente, en medio de las inquietudes que le ocasionaba
un enemigo tan terrible como Atila, vio aquella noche en sueños a la
divinidad mostrándole roto el arco del huno, según cuenta Prisco.
Otras
fuentes señalan al emperador Marciano como el asesino
en la sombra que dio la orden a la joven recién desposada que matara
al temido enemigo de Roma.
Se
conoce la descripción de cómo el pueblo huno celebró los funerales
de su rey difunto: primero expusieron solemnemente su cuerpo en medio
del campo dentro de una tienda de campaña de seda, para así rendir
tributo al caudillo.
Los
jinetes más distinguidos entre los hunos corrieron
alrededor de su capilla ardiente.
Después
de expresar la desolación, los hombres de Atila celebraron
sobre su tumba
un gran festín,
mezclando la alegría con el duelo de los funerales.
Habían
guardado el cuerpo de Atila en tres féretros: el primero de oro, el
segundo de plata y el tercero de hierro, dando a entender con esto
que el
rey lo había poseído todo:
el hierro, para domeñar las naciones; el oro y la plata, en señal
de los honores con que había revestido su Imperio.
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