En el siglo XVI, aparecieron nuevos platos que pretendían aprovechar todo aquello susceptible de ser comestible.
El
auténtico invento gastronómico del siglo XVI y que consistía en
añadir numerosos ingredientes a una base de caldo fue
la olla podrida.
Con el tiempo, la
olla podrida derivaría en el popular cocido madrileño,
en el pote gallego o en el puchero gitano andaluz.
Uno
de los lugares donde se servía esta olla podrida eran las ventas,
establecimientos que surgieron
para reposo de los viajeros en los caminos.
Por contraposición, en
las ciudades aparecieron los mesones,
establecimientos regentados por gentes más amables y donde la comida
tenía mucho mejor aspecto y sabor. Algunos alcanzaron gran fama,
como el Mesón de Paredes o la Hostelería Botín –hoy Casa Botín–,
el
restaurante más antiguo del mundo,
al ser fundado en 1626. Se dice que fue en sus fogones donde se
asentaron las bases de una cocina para las clases populares.
Entre
los platos estrellas de aquel tiempo estaban las empanadas de carne o
pescado, los torreznos de cerdo en rebanada de pan, la gallina en
pepitoria o las aceitunas guisadas y aliñadas. Tal fue su éxito,
que a finales del siglo XVIII existían
en Madrid más de 250 mesones abiertos para
una población estimada de 18.000 habitantes y donde se servían
platos ya desaparecidos, como la rosa de ternera, la sopa trinchada o
la alboronía morisca.
A
tal éxito contribuyeron, y mucho, los alimentos llegados del Nuevo Mundo,
principalmente el
maíz, el pimiento, el tomate y la patata. Todos
ellos incorporados con rapidez a nuestra cocina, ya
fuera en guisos, ensaladas o en platos más elaborados.
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