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VIKINGOS, LOS GIGANTES DEL NORTE


Entre los siglos VIII y XI este pueblo de guerreros extendió su terrible fama por toda Europa:
Durante doscientos cincuenta años, los habitantes de las poblaciones europeas desde Dublín a Kiev vieron perturbadas sus ya difíciles vidas por la violenta irrupción histórica de un pueblo cuyos muchos nombres se susurraban, temblando, en torno a las hogueras altomedievales. Los eslavos los llamaban rusos; los anglosajones, daneses; los irlandeses, gaill o lochlannaigh; los andalusíes, magos, y los francos, normanni. Se trataba de los vikingos.
Semejante diversidad de nombres se correspondía con su vaga procedencia, allá en el helado norte del continente. De hecho, normanni y lochlannaigh significan lo mismo: hombres del norte, norteños o nórdicos. Para los demás europeos eran gigantes que portaban espadas y hachas enormes con las que podían partir en dos a un hombre de un solo tajo; bárbaros paganos que saqueaban y reducían a cenizas los sagrados -y riquísimos- monasterios mientras se reían a carcajadas ante la imagen del Crucificado; individuos feroces y salvajes que asaltaban las ciudades costeras robando, violando y matando sin piedad.
 
Se nos ha transmitido una imagen salvaje de los vikingos
Esa fue la imagen que los cronistas y los historiadores de la época nos transmitieron, pero tal vez no sea del todo exacta. Las tintas de estos autores –casi siempre monjes o religiosos– se hallan lastradas por la marcada preferencia vikinga de atacar los propios monasterios donde ellos escribían. Sin duda, aquellos hombres del norte eran temibles y muchas de las grandes salvajadas que se les atribuyen fueron muy reales, pero también es cierto que su tan pregonada crueldad no alcanzó ni de lejos la de los magiares en Sajonia, la de los tunecinos en Italia y Provenza o la del propio Carlomagno, que asistió embelesado a la decapitación de 5.000 enemigos sajones.
Todo comenzó a finales del siglo VIII, cuando empezaron a producirse en Escandinavia una serie de agitados movimientos migratorios impulsados por la superpoblación y por la política. En las dinastías nórdicas, las luchas por el poder real terminaban a menudo con el exilio voluntario de la facción derrotada. Sencillamente, los perdedores no estaban de acuerdo con la situación y se marchaban. Esa peculiar mecánica política, asociada a la movilidad que otorgaba a aquellos pueblos su dominio de la construcción naval, alumbró varias naciones de peregrinos marítimos. En Noruega, tras los cambios introducidos por Harald el de la Hermosa Cabellera en el año 872, una parte de la población acudió a los puertos para abandonar el país. No se dirigieron al plácido sur, sino aún más al norte, a Islandia y a Groenlandia. Renunciaron así a las conquistas en demanda de las tierras vírgenes del Gran Norte que sus exploradores les habían descrito. Se fueron concentrando en Islandia, donde hacia 930 vivían ya cerca de 30.000 noruegos que comerciaban y pirateaban en las islas británicas y el continente.

Expediciones a Groenlandia y quizás incluso a América
Sus expediciones los llevaron a descubrir Groenlandia, donde el líder vikingo Eric el Rojo fundó una colonia en 985. Y si aceptamos lo que hoy parece cierto –aunque nunca bien demostrado–, habría sido de esa colonia de donde el hijo de Eric, Leif, zarpó años más tarde para arribar por vez primera a las costas de América por la península del Labrador, que ellos denominaba Vinland.
Los suecos, por su parte, escogieron el camino del sur. La isla de Helgö, en el lago Malär, apenas dista 20 kilómetros de Estocolmo. En su suelo han aparecido sorprendentes depósitos arqueológicos que incluyen desde bellísimos cruceros irlandeses hasta conchas del Índico y una pequeña imagen de Buda. Junto a las grandes cantidades de monedas acuñadas en Samarcanda durante los siglos IX y X que se han recogido en Suecia, son pruebas de una colosal aventura expansiva que hoy sigue cargada de incógnitas: la epopeya de los varegos, que fundaron el reino de Rusia.
La hegemonía de los suecos en el Báltico fue muy temprana. Desde las colonias establecidas en tierras letonas y lituanas, fueron internándose en la actual Rusia. Navegantes también ellos, aunque más fluviales, utilizaron la gran cuenca hidrográfica del río Dnieper para alcanzar el Mar Negro, buscando el comercio con Bizancio y la Ruta de la Seda. Para ello, empleaban embarcaciones ligeras que podían cargar a hombros para saltar de una cuenca a otra. 

La familia entera respondía de los actos de sus miembros 
En verano, los granjeros se reunían en asambleas, denominadas cing, donde discutían los problemas comunes y formulaban las leyes. La familia era la base de todo, incluida la conducta individual, ya que del comportamiento impropio de uno cualquiera de sus miembros se hacía responsable a la familia entera. Esto fortalecía sobre todo el papel de las mujeres, cuya relativa independencia y significado social envidiaban las del resto del continente. No tenían voto en los cing ni recibían herencia si tenían hermanos varones, pero conservaban sus bienes si se divorciaban y, si enviudaban, manejaban libremente sus asuntos y podían rechazar un segundo matrimonio si no les gustaba el pretendiente.
Lo que hacía diferentes a los vikingos de otras amenazas para los reinos cristianos medievales, como la de los magiares o los musulmanes, era, sin duda, su gran dominio del mar. Siglos de experiencia en las travesías de los duros mares del norte los convirtieron en unos de los mejores navegantes del mundo de la época y también en los mejores constructores de barcos.

Gran pericia como ingenieros navales
Con el tiempo, las líneas de sus barcos se fueron alargando y estilizando, los vikingos robustecieron sus quillas y perfeccionaron el sistema de dirección con sus típicos timones laterales apopados en la banda derecha. De esa preferencia procede la palabra estribor –steer board–, mientras que babor -port board- es la banda del puerto o la banda de atraque, opuesta a la del timón para evitar que éste se dañe al golpear contra el muelle. Los historiadores saben muy bien cómo eran aquellos navíos porque la costumbre de los grandes señores noruegos de hacerse enterrar con sus barcos ha permitido recuperar algunos de ellos en muy buen estado.
El que se halló en Gokstad (Noruega), por ejemplo, mide alrededor de 26 metros de eslora, y su combinación de ligereza y robustez aún sigue entusiasmando a los especialistas. Eso sí, a sus enemigos tal maestría en el diseño naval no les hacía especialmente felices. Así, en un texto latino escrito por un testigo de la llegada a las costas inglesas de la armada normanda mandada por Canuto el Grande, tras describir las proas adornadas de oro, sus relucientes escudos en las bordas, sus largos gallardetes ondeando al viento, se afirma: "Tan impresionante era la flota que, si su dueño hubiera querido conquistar cualquier país, le hubiera bastado con enviar aquellos buques por delante para aterrorizar al enemigo, sin necesidad de que saltaran a tierra los soldados que transportaban".

Ornamentaban tanto los barcos como las armas
Pero si los barcos eran fuertes y temibles, los hombres de armas vikingos no lo eran menos. Probablemente hoy no llamarían la atención en la calle, pero en aquel momento eran observados por sus contemporáneos como si fueran auténticos gigantes. Las fuentes insisten a menudo en su gran talla y en su fortaleza. De hecho, vistas en los museos, las armas que manejaban ponen todavía los pelos de punta. Entre ellas se cuentas desde enormes espadas que cuesta levantar del suelo con ambas manos o crueles hachas de combate hasta lanzas finas y agudas en cuyo manejo eran maestros. Todo ello se encuentra muy ornamentado, porque a los vikingos les gustaban los adornos.
El famoso diseño nórdico no es cosa que se haya improvisado de la noche a la mañana, como queda claro viendo la línea de los barcos vikingos, su orfebrería o los intrincados dibujos de sus piedras rúnicas. Tal vez fueran tan brutales como los pintan las crónicas cristianas, o tan sucios como los describen las musulmanas, pero si se mira desde el presente hay algo de fascinante en aquella gente atrevida, en aquel pueblo valiente y libre cuya audacia no reconocía límites desde el mar Negro a la península del Labrador y desde Groenlandia a Sicilia.

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