Alfonsina
Storni (1892-1938)
forma parte de esa constelación de poetas suicidas, con Anne Sexton,
Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Virginia Woolf. Visitó España en
los años 30 y se carteó con el aragonés Julio Cejador y Frauca.
Durante
muchos años, la crítica literaria solía considerar a Gabriela
Mistral, a Juana de Ibarbourou y a Alfonsina Storni como las
tres grandes poetas de Sudamérica.
Ahora la lista es mucho es amplia; sin duda, incluiría a Delmira
Agustini, Sor Juana Inés de la Cruz, Ida Vitale, Alejandra Pizarnik,
Blanca Varela o Gioconda Belli, entre otras. Quizá ninguna de ellas
arrastreesa
leyenda de energía y vulnerabilidad, de misterio y locura,
de fatalidad y pasión que enriquece a Alfonsina Storni.
Fue
una rebelde, una mujer de armas tomar, capaz de desafiar a quien
fuese y fue, también, una criatura frágil, cristalina, que
lo daba todo por la amistad, por la tertulia y por el sueño. Hay
en ella una cierta bipolaridad: amaba el amor, lo buscaba, se
entregaba, exaltaba su condición de mujer que anhela el placer, y a
la vez es una mujer herida por el desamor y por esos hombres que no
parecían entenderla ni, quizá, saciarla: «Hombre pequeñito, te
amé media hora, / no me pidas más», dijo.
Una canción la ha hecho inmortal
Su
muerte resulta tan cruel como literaria. Enferma
de cáncer, abatida y acosada por los fantasmas que le dictaba su
neurosis, en 1938 se trasladó a Mar de Plata. Al cabo de unos días,
escribió un poema: ‘Me voy a dormir’, y lo envió a la redacción
de ‘La Nación’, donde había publicado a menudo; tomó la
dirección del espigón o escollera de la playa de la Perla y
se arrojó al mar. Era
el 25 de octubre; su cuerpo aparecería al día siguiente en la
playa. «Yo tengo el corazón como la espuma (...). Mar, yo soñaba
ser como tú eres», había escrito. Existe otra versión como más
poética para una mujer que cantó una y otra vez el embrujo del mar,
su lubricidad, sus destellos y su incesante llamada: Alfonsina Storni
habría entrado suavemente en las aguas y se
había dejado ir sin ofrecer resistencia hasta que perdió pie.
Así lo cuenta también la canción que escribieron Ariel Ramírez y
Félix Luna y que han cantado, entre otras, Mercedes Sosa, Chabuca
Granda, Soledad Bravo...
Una
vida entretejida de leyendas
Su
existencia está entretejida de leyendas. Aunque nació
accidentalmente en Sala Capriasca en Suiza, donde vivió hasta los
cuatro años, dicen
que podría haber nacido en un barco. Instalada
en Rosario (Argentina), donde sus padres tenían un bar (antes habían
tenido una exitosa fábrica de cervezas), lavó los platos, sirvió
las mesas y empezó a escribir a los 12 años. Tras concluir sus
faenas, redactó
un poema que hablaba de los cementerios y se lo dejó a su madre,
Paulina. Ella
se alarmó y a la mañana siguiente le dijo que en el mundo había
cosas bellas que invitaban a la alegría. Paradojas de la vida:
pronto se separaría de su marido, un hombre extraño y alcohólico
que desaparecía de cuando en cuando y que murió pronto.
Paulina
rehizo su vida, tenía tres hijos más, dio clases en su domicilio y
vio cómo maduraba su hija Alfonsina. Seguía
con su antigua obstinación: escribía versos. Además,
se matriculó en la Escuela Normal Mixta de Coronda. Ya había dado
muestras de su vocación teatral, trabajó en varias compañías y se
atrevía a cantar romanzas de ópera; en la ceremonia de entrega de
títulos leyó un poema, ‘Un viaje a la luna’, cantó el brindis
de ‘La Traviata’ (su biógrafa Josefina Delgado, en ‘Alfonsina
Storni. Una biografía esencial’, De Bolsillo, 2010, dice que fue
«ovacionada por su pura vocalización») y
le dedicó una composición a la directora de la Escuela, donde
decía: «Maestro que del lodo hasta la cumbre / levantas a la plebe
embrutecida».
Su
carrera había empezado a andar. Y su talento estaba a punto de
destaparse, igual que su osadía: se
enamoró de un hombre casado, tuvo un hijo, Alejandro,
y asumió en solitario su condición de madre soltera. En busca de
discreción, de empleo y de nuevas amistades literarias, se trasladó
a Buenos Aires. Escribió en revistas y periódicos, firmó piezas de
teatro y libros de poemas (‘La inquietud del rosal’, 1916;
‘Irremediablemente’, 1919; ‘Ocre’, 1925; ‘Mascarilla y
trébol’, 1938...) y logró hacerse con un nombre. Y con un núcleo
de amigos.
Círculo
literario
Los
escritores Amado
Nervo, Rubén Darío, que fue generoso y halagador con ella, José
Ingenieros, Manuel Gálvez...
Leopoldo Lugones, fotógrafo y escritor que jamás le dedicó ni una
línea a sus poemarios que recibía dedicados, y Horacio Quiroga, el
autor de ‘Anaconda’ o ‘Cuentos de amor, de locura y de muerte’.
Tuvieron una relación amistosa y amorosa entre 1919 y 1922,
paseaban, iban al cine, escuchaban a Wagner. Se querían.
Poco
antes de su suicidio en 1937, por envenenamiento, Quiroga
la invitó a que fuese a vivir con él a Misiones. Alfonsina
no lo hizo. En 1931 estuvo en España: en Madrid, en Barcelona, en
Murcia, en Toledo, en distintos lugares de Andalucía. Habló de
poesía y de la citada Delmira Agustini. Poco después, Lorca también
fue por Buenos Aires y se conocieron; ella no debió interesarle en
exceso, aunque lo recibía en el café Tortoni: en
una de sus cartas imitaba su lírica de exaltación femenina.
Quizá
para entonces ya se había revelado con toda su crudeza el cáncer de
pecho de la poeta. Tuvo
más decepciones que triunfos, pero
también le faltó autocrítica, a pesar de que podía ser simpática,
sarcástica, lúcida, divertida e ingeniosa. Su poesía canta al
deseo, a la condición de mujer y a la libertad: luchó
por sobrevivir y soñar, por amar y
ser amada. En los últimos tiempos, se prendaba de los esbeltos
muchachos, entre ellos el titiritero Javier Villafañe, que residió
en Zaragoza. Desde muy pronto,Alfonsina
tuvo la premonición de que moriría joven. Así
ocurrió en un océano de agua esmeralda al que tantas veces había
cantado.
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