El
término procede del latín y hace referencia al encierro y
aislamiento total al que los cardenales se someten a la hora de votar
al próximo Sumo Pontífice que dirigirá la Iglesia Católica.
Un
cónclave son palabras mayores para la religión católica. Cuando la
Iglesia, los medios y la sociedad empiezan a pronunciar esa palabra
implica que está próximo un momento muy importante en el
funcionamiento de la fe católica y que es muy probable que las cosas
cambien bajo un nuevo director de orquesta que mueva la batuta. El
término cónclave encuentra sus raíces en los términos latinos cum
y clavis
que, al unirlos, significan literalmente “con llave” o “bajo
llave”. Este se usa para referirse a la reunión a puerta cerrada
que los cardenales de la Iglesia Católica celebran cuando hay que
elegir a un nuevo sucesor de san Pedro que se siente en el trono del
Vaticano
y
se convierta en el Sumo Pontífice, cabeza de la Iglesia.
Dada
la importancia del cargo, pues quien dirige la Iglesia Católica
tiene un
gran poder tanto dentro de la misma como a nivel internacional,
la reunión se celebra a puerta cerrada y bajo unas condiciones de
máximo y estricto aislamiento con el fin de que ningún interés
externo pueda influir en la elección del nuevo papa. La
primera vez que se aisló a los cardenales para que tomaran esa
decisión fue por iniciativa del propio pueblo romano
(no olvidemos que el papa, en realidad, es el obispo de Roma)
y no sería hasta el siglo XIII (las fechas varían mucho según los
documentos, cuando los cónclaves nacerían como tal y empezarían a
regularse.
Las
características del cónclave no se establecieron de un día para
otro, sino que fueron cambiando y ampliándose
con el tiempo. Así, por ejemplo, se estableció que solo los
cardenales menores de 80 años en el momento del cónclave podrían
votar, que sería necesaria una
mayoría de dos tercios
para que el resultado fuese aceptado (ampliado después a mayoría
simple) o que el lugar de celebración del cónclave sería la
Capilla Sixtina, en el propio complejo del Vaticano. En 1996, Juan
Pablo II
modificó la Constitución
Apostólica Universi Dominici Gregis
para prohibir la proclama por aclamación, un método antiguo en el
que los cardenales debían elegir al candidato al unísono sin
necesidad de votar en secreto.
El
cónclave no tiene una duración límite como tal. Uno de los más
cortos fue el de Julio
II,
que apenas duró dos horas, y uno de los más largos el de Gregorio
X, que duró
tres años y fue en el que se encerró a los cardenales al margen del
mundo por primera vez.
Para evitar este tipo de situaciones, Juan Pablo II estableció que
si después de siete escrutinios no había ningún candidato con los
apoyos suficientes se realizaría una nueva votación entre los dos
candidatos más votados (los cuales perderían el derecho al voto,
claro está) en la que sería suficiente una mayoría simple.
Cuando
un candidato es elegido se le pregunta si acepta el cargo como Sumo
Pontífice y, en caso afirmativo, con qué nombre quiere ser
conocido.
Entonces se procede a dar la noticia al mundo a través de la fumata
blanca (sería negra si el cónclave no hubiera llegado a un acuerdo)
en la que se queman todos los votos
y
las notas tomadas durante el encierro. Hay que recordar que los
cardenales hacen un juramento de no revelar qué sucede o qué se
debate en el cónclave
y, aunque en la actualidad cada vez se saben más cosas, el secreto
sigue manteniéndose en gran medida. El que no lo respetó,
curiosamente, fue Pío
II, papa del siglo XV que en sus memorias detalló con lujo de
detalles los aspectos primordiales del cónclave en el que fue
elegido.
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