El
20 de Julio de 1969 fue un momento histórico para la Humanidad. Hace
50 años que los terrícolas no pisan su satélite aunque hay
ambiciosos proyectos sin financiación para instalar allí colonias
de hombres y robots y explotar sus recursos.
Hay
ideas fantásticas para volver a la Luna. Y no solo para que un
puñado de astronautas realicen unas cuantas excursiones cortas, sino
para ir desplegando allí autenticas bases permanentes, tal vez
colonias de hombres y mujeres que desarrollen actividades
científicas, de explotación de recursos locales o que funcionen
estación intermedia para la exploración de otros mundos, Marte el
primero, claro. Cada una de las potencias espaciales se ha planteado
en algún momento dar el salto de 384.000 kilómetros que separan la
Tierra de su satélite natural. Se hacen constantemente aquí y allá
estudios más o menos detallados de cómo serían esos campamentos:
excavados en el subsuelo, uniendo módulos en superficie… Incluso
se ha lanzado hace poco una iniciativa para aprovechar la tecnología
de impresión 3D para construir una base allí con materiales del
suelo lunar, sin tener que llevarse todo desde casa. Lo que no hay en
marcha es un programa espacial lunar sólido, financiado, y haría
falta una gigantesca inversión con calendario para que los humanos
vuelvan a pisar la Luna en un plazo razonable y esta vez para
quedarse. Y sin dinero (más tecnología, ciencia y voluntad
política) no hay exploración espacial de tal envergadura; bien lo
sabe la NASA, que
logró aunar todos esos elementos imprescindibles hace medio siglo
para poner en el suelo lunar a los astronautas del programa
Apolo. Los últimos, Eugene Cernan y Harrison Schmitt, del Apollo
17, se despidieron de la superficie del satélite el 14 de diciembre
de 1972.
“Una
de mis ideas es ir a la Luna, a la cara oculta, y tener allí robots
y humanos en una estación permanente, y no llevándose todo lo
necesario desde aquí, sino utilizando material lunar, y construir
allí, por ejemplo, un gran telescopio”, ha declarado hace poco el
nuevo director general de la Agencia
Europea del Espacio (ESA), el alemán Jan
Woerner, que se ha estrenado en el cargo el 1 de julio. Pero la
iniciativa europea no cuenta con un proyecto como tal y debidamente
financiado para hacer realidad nuevas misiones tripuladas a ese
objeto vecino del Sistema Solar, el único que ha pisado el hombre
más allá de la Tierra. Y la NASA, mirando más hacia Marte y hacia
algún asteroide, sigue con el rabillo del ojo esas iniciativas sin
comprometerse. “Nunca he dicho que Estados Unidos no vaya a volver
a la superficie de la Luna. Lo que digo es que en un futuro
previsible, dado el presupuesto que tiene la NASA y dado dónde
estamos y lo que necesitamos tecnológicamente para ir a Marte, no va
a ser EE UU quien lidere una expedición a la superficie lunar”,
explicó el director de la agencia espacial estadounidense, Charles
Bolden, hace un par de años, y lo ha repetido una y otra vez. Eso
sí, puntualizando que si otra potencia espacial va a la Luna,
“proporcionaremos nuestra capacidad tecnológica con la única
condición de que nos permitan enviar un astronauta nuestro como
parte de la tripulación”.
Una
docena de astronautas en total, en seis misiones Apolo, descendieron
al suelo lunar entre julio de 1969 y diciembre de 1972. La aventura
científico-tecnológica, con indudable sustrato político, arrancó
en mayo de 1961 con la histórica declaración del presidente
estadounidense John F. Kennedy: “Creo que esta nación debe
comprometerse a lograr el objetivo, antes de que termine esta década,
de que un hombre aterrice en la Luna y regrese sano y salvo a la
Tierra”. Y lo logró, en julio de 1969, cuando Neil Armstrong y
Buzz Aldrin llegaron al Mar de la Tranquilidad. En plena guerra fría
y con la delantera que había tomado la Unión Soviética en el
espacio al poner en órbita el primer satélite artificial de la
Tierra (el Sputnik, 1957), al lanzar al espacio el primer animal (la
perra Laika,
1957), al enviar la primera sonda que impactó en el suelo lunar
(1959) y obtener ese mismo año las primeras fotos de la cara oculta
de la Luna, Estados Unidos no podía permitirse quedarse atrás. Se
desató la carrera de la Luna y la URSS acabó perdiéndola. Pero los
avatares y razones políticas no pueden quitar ni un ápice del
colosal mérito científico y tecnológico del programa Apolo.
En
el momento álgido del Apolo, la NASA llegó a contar (1966) con el
4,4% del presupuesto federal de EE UU. El coste de la Luna fue
altísimo. Y una vez logrado el objetivo, la apabullante demostración
de poderío tecnológico, el esfuerzo de desinfló. En 1973 el
presupuesto de la NASA había descendido ya al 1,3% del federal y
siguió bajando. En 2015, con 18.000 millones de dólares, la agencia
espacial estadounidense cuenta con aproximadamente el 0,5% del
presupuesto federal, y los ambiciosos planes de enviar astronautas a
Marte o a un asteroide, sin olvidar la Luna, siguen esperando una
financiación que los haga realistas.
Una
docena de astronautas en total, en seis misiones Apolo, descendieron
al suelo lunar entre julio de 1969 y diciembre de 1972
No
es que la exploración lunar se haya abandonado desde 1972. Tras un
par de décadas de escasa actividad, en los años noventa se retomó
con relativo ímpetu la exploración y la investigación de la Luna
con sondas espaciales automáticas, sin astronautas. Naves en órbita
y módulos de descenso se han ido enviando y, esta vez, no solo
estadounidenses y rusos. Japón y Europa pusieron en marcha misiones
espaciales lunares y, más recientemente, se han unido a esta
aventura no tripulada, y con éxito, India y China. Pekín tiene
grandes ambiciones espaciales y, tras los logros con sus astronautas
en órbita y el inicio de la construcción de una estación espacial,
ha declarado su intención de enviar humanos a la Luna, contando con
poder explotar los recursos naturales allí.
Los
robots, que, como adelanta Woerner, colaborarán con los humanos en
las futuras colonias lunares, de momento tienen la exclusiva de la
investigación in situ. Mucha ciencia y exploración quedó por hacer
tras los viajes del Apolo. Los
astronautas trajeron 380 kilos de muestras de gran interés
científico (más 326 gramos que trajeron los soviéticos con sondas
robóticas), pero aquel no fue un programa diseñado fundamentalmente
para hacer ciencia en la Luna, sobre todo los primeros viajes.
Entonces solo se exploró una pequeña parte del satélite. Ya en
este siglo, las sondas automáticas han permitido levantar mapas de
alta resolución de toda la superficie lunar y su composición
química, se ha estudiado su tenue atmósfera, su gravedad, etcétera.
Lo
que parece claro es que los próximos proyectos lunares tripulados,
sobre todo si se piensa en bases permanentes, no serán de un solo
país o una sola agencia, sino de colaboración, tan alto sería el
coste. ¿Y para qué? Muchos dirán que la curiosidad humana, la
voluntad de exploración es, por sí misma, el principal motor. Pero
también puede haber recursos que explotar en la Luna, como el
helio-3 que serviría como combustible de futuros reactores de fusión
nuclear. Podría obtenerse allí oxígeno para ser utilizado como
combustible de naves espaciales que partieran hacia la exploración
de objetivos lejanos en el Sistema Solar, aprovechando además la
menor gravedad lunar, que facilita y abarata el despegue respecto a
la partida de cohetes desde la Tierra. La astronomía tendría en la
cara oculta de la luna un lugar privilegiado para instalar
telescopios, sin apenas atmósfera y protegidos de la contaminación
electromagnética artificial que se emite en la Tierra.
Tal
vez primero sean solo unos campamentos lunares con un puñado de
personas, que se irán ampliando, ganando complejidad e incrementando
las actividades para reducir la dependencia de los suministros
terrestres. Hay quien calcula que para mediados de este siglo ya
habrá en la Luna una colonia de terrícolas permanente. Pero hay que
dar el primer paso.
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