En
la época de la Ilustración, cada vez más personas se aficionaron a
leer novelas, diarios o libros científicos y a acudir a
bibliotecas
Por Carlos Blanco Fernández. Doctor en Historia,
Historia NG nº 103
Cuando
murió en 1714 el florentino Antonio Magliabechi dejó una biblioteca
de más de 30.000 libros impresos y 3.000 manuscritos. Una cifra
enorme, que a principios del siglo XVIII tan sólo estaba al alcance
de los miembros de la realeza, la aristocracia o el alto clero. Las
personas corrientes tenían pocos libros en casa; incluso los
médicos, abogados o sacerdotes no solían tener más de unas
decenas. La razón es que los libros eran caros, casi un objeto de
lujo.
Antes
de la industrialización de la imprenta en el siglo XIX, los costes
de impresión eran muy elevados, no sólo a causa de la mano de obra,
casi artesanal, sino también por los impuestos y trabas
burocráticas. A principios del siglo XIX, en Francia, una novela
recién publicada podía valer un tercio del
salario mensual de un
jornalero. Las librerías eran de tamaño modesto, poco más que una
recámara junto al taller de impresión. Se publicaban relativamente
pocos libros; apenas un millar hacia 1700 en Francia, uno de los
países más avanzados.
A
lo largo del siglo XVIII, sin embargo, el gusto por la lectura se
extendió y la producción de libros se incrementó notablemente.
Hacia 1775 se publicaban al año en Francia 4.000 títulos, entre
legales y clandestinos. La mayoría tenían tiradas modestas, pero
algunos se convirtieron en grandes éxitos; de ciertos textos de
Voltaire se hicieron más de 40 ediciones, La nueva Eloísa de
Rousseau superó las 70, y de la Enciclopedia de Diderot y
D’Alembert, en 36 volúmenes, se vendieron en Europa un total de
24.000 ejemplares, lo que supuso un pingüe negocio para los
editores.
Bibliotecas
de préstamo
Para
atender la demanda de los lectores surgieron en las principales
ciudades grandes bibliotecas públicas, abiertas no sólo a los
estudiosos sino también a los «curiosos», los amantes de la
literatura. El fondo de Magliabechi, por ejemplo, formó el núcleo
de la Biblioteca Nacional Florentina, que abriría sus puertas en
1747. En 1712 se inauguró la Biblioteca Real en Madrid, en 1753 la
Biblioteca Británica y en 1786 la Biblioteca Braidense de Milán.
También se abrieron al gran público muchas bibliotecas de colegios,
conventos y universidades, como las de Yale (1701), el College de
Nueva Jersey (1750), o la Biblioteca Joanina de Coimbra (1755).
Poco
antes del estallido de la Revolución Francesa, sólo en París se
contaban hasta 18 bibliotecas públicas. Entre ellas estaba la
Biblioteca Real, antecedente de la actual Biblioteca Nacional de
Francia. En 1720 se estableció que estaría abierta al público
general «un día a la semana, de 11 de la mañana a 1 de la tarde»;
en ese tiempo los bibliotecarios debían «estar en las salas,
gabinetes y galerías de la Biblioteca para satisfacer la curiosidad
de todos aquellos que acudieran por deseo de instruirse». A finales
de siglo los horarios se habían ampliado y cada día acudían a la
biblioteca en torno a un centenar de personas.
Clubes
de lectores
El
gusto por los debates y las tertulias intelectuales sobre temas
científicos, literarios y políticos hizo que nacieran espacios de
lectura compartida. Por ejemplo, en 1731 Benjamin Franklin fundó en
Filadelfia la Library Company siguiendo una novedosa fórmula para
financiar la adquisición de fondos bibliográficos: la suscripción.
Con otras cincuenta personas, Franklin creó un fondo para adquirir
volúmenes en las librerías de Londres y formar con ellos una
biblioteca para todos. La aportación inicial fue de 40 chelines, y
la cuota anual, de 10. Una década más tarde la biblioteca tenía
400 libros, que eran más de 2.000
en 1770. Según el propio
Franklin, la biblioteca abría los sábados por la tarde, de 4 a 8.
Los miembros podían tomar prestados libros gratuitamente, mientras
que los demás debían depositar una fianza y abonar una pequeña
tarifa por la lectura.
Una
fórmula parecida fue la de las bibliotecas de préstamo, llamadas en
Inglaterra circulating libraries. Eran una iniciativa privada,
impulsada por los mismos libreros, que ofrecían a sus clientes la
posibilidad de tomar prestadas las últimas novedades del mercado
editorial a cambio de una cuota –mensual, trimestral o anual– más
módica de lo que les costaría comprar los libros.
Lectura
y conversación
Para
rentabilizar los préstamos, los editores impusieron la fórmula de
las novelas divididas en tres volúmenes, que se prestaban
sucesivamente. Esto hacía que muchos lectores, tras leer el primero,
se impacientaran por los siguientes. A principios del siglo XIX
existía un millar de estas librerías en Gran Bretaña, que
funcionaban también como lugares de encuentro y lectura de la
prensa. Una de ellas, la de la Señora Wright e Hijo, en Londres, se
anunciaba así: «Este establecimiento está situado en North Street,
en la esquina con New Road, y contiene entre 7.000 y 8.000 volúmenes
de historia, biografía, novelas y las mejores publicaciones
modernas. La Sala de Lectura es frecuentada por damas y caballeros, y
recibe diariamente una profusión de periódicos ingleses y
franceses, así como semanarios y revistas». En Francia estos clubes
se llamaban «cámaras de lectura» y estaban presentes en todas las
ciudades comerciales. Un viajero inglés explicaba que tenían «tres
salas: una para la lectura, otra para la conversación y una tercera
para la biblioteca; en invierno se hace buen fuego y hay velas».
La
prensa periódica conoció también un gran desarrollo en el siglo
XVIII, tanto los diarios de información general como las revistas.
Muchos se basaron también en el sistema de la suscripción. Ése fue
el caso del primer diario español, el Diario Noticioso, Curioso,
Erudito, Comercial y Político, fundado por Francisco Mariano Nipho
en 1758, que introdujo el sistema de la suscripción tres años más
tarde. El hecho de suscribirse era un elemento de diferenciación
social y económica del que se hacía gala, sobre todo cuando se
aparecía en la relación de abonados impresa.
Publicidad
Quienes
no podían permitirse una suscripción individual tenían la
alternativa de leer la prensa en las mencionadas bibliotecas de
préstamo, o bien en los cafés, bares y tabernas, cuyos dueños
vieron en la oferta de periódicos una oportunidad para atraer
clientela. Había también lectores «profesionales», que formaban
corrillos o que iban de casa en casa para leer las noticias del día.
De esta forma podían mantenerse informadas las personas analfabetas,
los ancianos o, como sucedía en Cuba en el siglo XIX, los obreros de
las fábricas de cigarros a los que un compañero les leía novelas
populares.
Aparte
de los libros propiamente dichos, en el siglo XVIII circularon
impresos de carácter más popular, de baja calidad y de consumo
instantáneo, como pliegos sueltos, cartillas, estampas, catecismos,
relaciones de comedias, almanaques, calendarios y breves relaciones
de sucesos.
Las
gacetas de los pobres
Los
impresos de este tipo eran muy rentables para los talleres de
impresores, y daban sustento a humildes vendedores ambulantes, como
los ciegos, que desde 1727 disfrutaron en España del derecho
exclusivo de vender por las calles gacetas e impresos parecidos. En
París se contabilizaban 120 vendedores callejeros (colporteurs) de
almanaques y pregones, distinguidos con una insignia de cuero que
probaba su pertenencia al gremio. Gran parte de esta literatura se
dirigía al mundo rural, lo que ayudó a que las tasas de
analfabetismo fueran reduciéndose sensiblemente.
Al
mismo tiempo, a lo largo de la centuria se desarrolló mucho la
edición clandestina, de obras satíricas, pornográficas,
antirreligiosas o políticamente radicales que allanaron el camino
para el estallido revolucionario en Francia, en 1789, o en la América
española, a partir de 1808. A veces se trataba de ediciones piratas
con una finalidad puramente económica. Muchos impresores de Suiza y
Holanda, por ejemplo, se especializaron en producir libros para el
mercado francés a mitad de precio, según denunciaban los editores
franceses.